Augurio

 AUGURIO

Cada noche, en mi habitación, aparecen tres demonios. Ante su presencia me congelo, lloro y, la mayoría de las veces, rezo para que me dejen en paz. No se van, permanecen en mi casa y permanecen en mí.


Papá anda lejos. Su trabajo lo obliga a viajar por periodos extensos. Lo extraño mucho, pero es mejor que esté lejos.

Mamá está cansada. Debe hacerse cargo de Christian y de mí; y al menos ahora yo puedo ayudarle con mi hermanito. La abuela vino a vivir con nosotros hace un tiempo, está demente o algo así. Se lo escuché a mi mamá cuando hablaba por teléfono con Darío, su hermano.

-   Mamá, ¿puedo comer más cereal?

-   No, Alejandra. Vete a recoger tu bolso o llegarás de nuevo tarde al liceo.

Los martes mi mamá me lleva al colegio. Me persigna, me da dos o tres billetes y me da un beso en la mejilla. Me revisa las medias, la altura de mi falda y si llevo los cuadernos correctos en mi bolso. Da media vuelta y se va. Antes de cruzar la esquina e irse, se regresa y me tira un beso. Yo se lo devuelvo y ambas sonreímos. Ella es mi cómplice, mi mami, mi amiga.

Mami sufre por tener que trabajar tanto. Tiene que cuidar al bebé y a la abuela; luego debe recogerme e irse a trabajar a su turno de noche. Pobre mami. Correr, correr, correr.

Uno de estos días, no sé si fue domingo o lunes, cené, ayudé a mami con los platos y me fui a mi cuarto como de costumbre. Entré al baño, me miré al espejo un tiempo largo, aseé mi cara y me puse el pijama nuevo que papá me trajo de su viaje por Boyacá. Era yo, pérdida en el espejo. Mi cara morena y mis ojos chiquiticos. Bajita y con las orejas grandes, como las de mamá.

Salí del baño mientras el agua se acababa de ir por el desagüe.

-   Aleja, ¿ya estás en cama? ¿Lavaste tu cara? ¿Cepillaste tus dientes y lengua?

-   Si mamá, ya estoy en cama.

-   Hija, ¿oraste a papá dios? ¿Le pediste por tu papi?

-   Si má.

-   Dile a mami que la amas.

-   Te amo mami. Aleja te ama mucho.

Estaba en cama cuando entró un chiflón de aire frio que tensionó mis músculos y perturbó mis huesos. La puerta estaba cerrada y la única ventana, la que da al patio trasero, estaba trancada con el pasador. Prendí la luz rápidamente. Me di cuenta de que las cosas estaban en su lugar y, aún así, algo no encajaba. Algo sobraba entre los libros de cuentos llenos de polvo y el estante azul agua marina. Mis muñecos me miraban y sentía como si los árboles comenzarán a reírse de mí.

Mi cuerpo se sentía extraño, me conmoví y la piel se me puso como de gallina. Me senté al borde de la cama, miré todo el cuarto por unos minutos y volví a apagar la luz.

-   “Ale, no pasa nada.” Me repetí varias veces.

Empezaba a quedarme dormida cuando me desperté, de nuevo, parada al frente de la cama. Erguida como una montaña con las manos sobre mi pecho y sin zapatos. Las sábanas estaban destendidas, mi pijama estaba desordenada y la ventana, extrañamente, estaba abierta.

El silencio perturbó mi alcoba. Las muñecas se empezaron a reír de mí, mientras los cuadros se derretían. Sonó un estruendo, los libros se pusieron purpura y empezaron a temblar. Latían, como un corazón.

Me apuré a llamar a mi mamá. Lloré larga y tendidamente por veinte minutos, pero no había nada en la habitación. Mi mamá revisó mi cabello, mi cuerpo, por debajo de la cama y dentro del closet. Nada, todo normal. Los ojos de las muñecas en su sitio, la ventana cerrada con la tranca. Los libros estáticos y polvorientos como siempre.

-   “No es más que una pesadilla, Ale… vuelve a la cama.” Me dijo suavemente mi mamá antes de apagar la luz.

Prontamente se fueron a dormir mami y Christian. Mi abuela se quedó unos minutos mirándome fijamente en la oscuridad, con temor y un poco adormecida por el Tramadol. Al final soltó una carcajada seca, y volvió rápidamente a su habitación.

Volví a recostarme y esa noche, como la mayoría, dormí con un ojo medio abierto mirando hacia la ventana.

Pasaron los días, quizás un par de semanas, cuando papá nos visitó. Estuvo el fin de semana de noche buena y se despidió para volver, seguramente, en el transcurso del año nuevo. Le dejó dinero a mamá, pasó tiempo con la abuela Tere, y nos llevó a Chris y a mí por un helado el domingo por la tarde.

Lloré al despedirlo, y él lloraba mientras me mandaba un beso y me dejaba dos o tres billetes para comprar dulces. Él es mi papá, mi cómplice, mi compañero.

Dos o tres días después, ahora no puedo recordarlo, mamá nos invitó la cena. La abuela, Chris y yo nos vestimos para la ocasión. Fue una grandiosa noche, quedé repleta. Al llegar a la cama, mami me despidió y de nuevo me metí en las cobijas.

El primer demonio se apareció tan pronto mami apagó la luz. Mi cuerpo estaba inmóvil. Estático, inerte, inamovible. Una figura espectral abarrotó la habitación, tenía largos y afilados dientes, cabello larguísimo, ojos de color verde intenso. Expidió un olor putrefacto de su boca, y me acarició la cabeza con la punta afilada de sus amarillentas uñas.

-   “Mi niña, mi niña. Nada más te faltará.” Me cantaba lenta y cursimente al oído.

Me pareció oler en su cuerpo el perfume de mamá, su cabello era largo y castaño como el de mami. Sus ojos, de un momento a otro, se pusieron verdes como los de mami.

La figura se hizo cada vez más grande y se arrugó completamente. Su cabello, unos minutos antes castaño, se convirtió en una masa ceniza pastosa. Sus uñas se empezaron a descascarar, mientras, evidentemente irritada, intentaba incrustarlas dentro de mi cabeza.

Se hizo en el borde la cama y comenzó a llorar. Yo seguía sin poder moverme mientras las lagrimas inundaban mi habitación. Era un charco pútrido, grisáceo y melancólico.

Mi cuerpo por fin respondió, pude volver a respirar.

Intenté, intenté e intenté gritar: “¡Mamá, ayúdame!”, pero mi voz no emitía sonido. Traté, traté y traté. Mis manos se pusieron moradas y de repente sentí mis orejas cada vez más grandes.

El segundo demonio apareció, justo afuera de mi habitación.

En el mismo lugar donde la abuela solía mirarme, se postró una figura amorfa y envejecida. Se veía llena de arrugas, su sonrisa estaba extremadamente estirada y sus ojos parecían dagas que se hundían en los míos. Empezó a emitir risas, o más bien quejidos, mientras me señalaba.

Pobre figura arrepentida, envejecida y rencorosa. Logré alzar levemente mi cabeza, y el demonio se acercó a mí. Vestía igual que mi abuela Teresa, tenía un gran moño en la cabeza y se acercó para arroparme completamente.

De repente, acercó sus dientes afilados hacia mi estómago y perforó mi torso. Pude ver mis costillas salir disparadas de mi tronco y gradualmente perdí la respiración. Esto último, sin embargo, no logró hacerme sufrir. Todo eso me parecía bastante familiar.

El demonio desgarró mi torso y brazos. Sin embargo, al revisar la cobija estaba de nuevo puesta y yo no tenía ningún rasguño. De repente, el demonio se convirtió en una viejita pequeña y quisquillosa como Tere. Me dio un pellizco en la cara, y cayó lentamente al suelo con un dolor que no podía controlar.

-   “Debe ser el cáncer, como a mi abuelita Tere”, me dije.

El cuerpo del demonio fue convertido en cenizas, de un instante a otro. Su cuerpo olía a vejez, a las cosas de mi abuela y a su loción de lavanda. Su cuerpo se esfumó, pero luego lo vi parado, de nuevo, en la puerta. Se echó a reír. Emitió una carcajada seca y se fue por el pasillo.

Mis piernas y brazos lograron reponerse. Dentro de todo, este dolor tenía algo de familiar.

El último demonio, se asomó por la ventana y le vi llorar. Era un hombre de color azul. Se parecía a papi. Intentaba venir hacia mí, pero algo lo arrastraba. Sus ojos parecían dos piletas, sus manos llenas de documentos y de billetes. El demonio logró escurrirse por la ventana, me dejó algunos billetes mojados sobre la cobija y se desintegró.

Se fue sin emitir palabra, desahuciado y con olor a tabaco. Como el que fuma papi.

Por fin recobré la movilidad de mi cuerpo. Me asomé por la ventana y no vi a nadie. La puerta estaba cerrada, el piso estaba seco, las paredes y los libros estaban en su lugar. Todo, mi cuerpo, las muñecas, los libros… todo estaba en su sitio. No me extrañé, no era la primera vez que pasaba.

Llamé a mami con la mayor fuerza de mi voz, y corrió tan rápido como pudo. Me acarició la cabeza con sus uñas, mientras Chris lloraba y mi abuela me pegaba un pellizco en la mejilla.

Mamá se llevó a Tere mientras yo recibí una llamada de mi papá llorando. Mami le había contado, y lloraba por tener tanto trabajo y no poder estar con Aleja.

- “Si, Aleja lloró mucho, papi”, le dije antes de despedirme. 

Mami volvió a la habitación y me dio un abrazo antes de salir por la puerta. La luz quedó prendida. Pasó un rato largo y sentí sus pasos devolviéndose a mi habitación: era el primer demonio. Antes de cruzar la esquina me miró y me tiró un beso.

Yo se lo devolví, y volví a dormir.


Eduar Alberto Vargas González

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