Tres cuentos de terror
Tres cuentos de terror...
LA CRIATURA
Éramos tres en la casa…
al final solo quedamos Leonor y yo.
Me desperté ahogado. La
típica parálisis nocturna me había pegado los huesos a las sábanas, y mis
cobijas verde oliva estaban untadas del sudor de mi cuerpo. Había sido otra
noche larga. Primero soñé con la abuela Helena, la vi sentada en su silla
mirándome a lo lejos. Vi su mirada cansada y triste, mientras yo me acercaba a
ella… Mi cuerpo, que avanzaba con una lentitud inimaginada, se iba alejando.
Mientras yo me acercaba, ella se alejaba de mí. Me sofoqué mientras mis piernas
de a poco se fueron moviendo. Mis dedos, por mucho tiempo entumecidos, fueron
cediendo.
Soñé también con las
escalas de mi pueblo, las que dirigían a la plaza. Recordé los pasadizos, los
callejones, a los desahuciados, los borrachos y los desinhibidos. Recordé la
primera vez que vi la criatura. Cuando desperté vi de nuevo su rostro, creí que
estaba soñando, pero la vi por la ventana. Otra vez, como cuando era niño y las
sombras eran tormenta intempestiva sobre el techo de mi cuarto.
Llamé a mi madre, le
conté sobre la criatura. Decidió bendecirme vía telefónica. La historia, que
por muchos años había sido el mito de mi familia, se había convertido en una
horrorosa y pútrida realidad después de la muerte de mi abuelo.
“Debes mudarte de ese
hueco en donde vives. Te está haciendo daño tanta soledad, Alberto”, me reclamó
mi madre.
Le respondí con poca
paciencia y prometí llamarle en cuanto pudiera. Me fui, aún cagado por lo que
vi en la ventana, a hacerme un café. Eran las 4 a.m. Ya habían sido varias
noches sin poder dormir.
Llamé a Leonor, ya eran
las 5 a.m. Contestó con desespero mientre yo, que siempre fui un necio
hablador, le contaba lo de la criatura.
“¿La criatura? ¿Otra vez
con esa mierda?”, me dijo en medio del bostezo.
“Si, Leonor. La criatura,
la que siempre salía del patio del lado”, le repliqué.
Me colgó un tiempo
después, luego de contarme cómo iban sus hijos. Yo, que siempre la tuve en mis
cariños por ser como mi madre, comprendí su malhumor como producto de la
esclavitud esa que ella llamaba trabajo.
Me desperté de golpe. Era
sábado, y la lluvia me recordó los días en mi casa de niñez.
Salí a la calle por unas
verduras y un kilo de carne. Me puse la camisa carmín que me regaló Cristina,
mi exnovia, y el jean que guardaba de la dotación de la empresa. En cuanto salí
de la casa, muy para mi sorpresa, me sentí incómodamente observado.
“Si, debe ser la
criatura”, me repetí mientras miraba obstinado las esquinas de la calle. Empecé
a correr, mi corazón se aceleró. Con ese trajín dejé caer la bolsa de comida,
empecé a llorar mientras iba hacia mi casa y entré con temor. Azoté la baranda
y cerré la puerta con doble seguro.
Me metí en las sabanas y
me calmé. Cerré los ojos y sentí de nuevo la parálisis. Ahí estaba, una vez
más, la criatura.
Me miró y sonrió. Sus
largos y flacos brazos me tocaron las piernas. Sus dientes afilados atestaban
mis venas y nervios. Intenté hablar, pero mi boca no emitió sonido.
La criatura tomó rostros
muy similares. Todos terroríficos, todos de mi infancia. Me arrancó de la paz
de mi cama, arrastró mi carne por el piso de la habitación e hizo crujir mis
huesos como si masticara rocas. Mi sangre se derramó, de nuevo, sobre las cobijas
verde oliva.
Esta noche era diferente,
esta noche la criatura me iba a ganar.
Mi voz logró sobresalir…
“Leonor, ayúdame…” pero la criatura me tapó la boca con sus huesudos dedos de
bestia. Mis oídos se taparon y mis músculos se desvanecieron entre la
oscuridad.
Mientras mi sangre caía
por el piso, logré recordar de nuevo a la abuela Helena. Y mientras ella se
acercaba, yo me iba alejando. Recordé de nuevo los pasillos y las escalas, los
sitios más oscuros de mi pueblo y los desahuciados que mi padre llamaba amigos.
La criatura ganó.
Leonor llegó y me vio.
Gritó horrorizada mientras yo sostenía las tijeras de coser en mi mano. “Mira
Leonor, por fin maté a la criatura”, le dije con sosiego.
Mi sangre cayó derramada
por el piso mientras Leonor sollozaba al ver mis brazos ensangrentados.
Éramos dos en la casa… al final solo quedamos la criatura y Leonor.
EL SONIDO DEL DESASTRE
La
mujer sabía coser y el hombre sabía del campo.
Ambos
estaban despiertos, mientras el frio corrompía la pulcritud nocturna y un olor
a azufre penetraba por entre las puertas de madera corroídas por comején. Las
tejas de zinc sonaron con fuerza, mientras el aire fuerte y brusco golpeaba y de
a poco las arrancaba. Las cortinas y los vidrios manchados, las ollas oxidadas
y los platos que se iban cayendo en la cocina, la humedad sucia del aire y el
olor a humo.
Todo
se vino a nada cuando llegó el desastre.
La
mujer estaba cosiendo mientras el hombre trabajaba. Llegó sobre las 4 p.m. y le
pidió de cenar a su esposa. Ella con los dedos maltratados por la costura fue
hasta la cocina, revisó la alacena y sacó tres huevos. Los fritó y se los
sirvió con arepa blanca. El hombre se chupó los dedos untados de huevo,
mientras su esposa lo miraba desde la otra esquina de la mesa.
“¿Cómo
estuvo el cultivo, José Miguel?”, preguntó mientras él limpiaba el plato con
desdén.
“Mal.
La ceniza del volcán nos sigue cayendo. Estoy yendo a perder el tiempo y el
patrón ya dijo que por esta semana no volviera”.
Amparo
lo miró con desesperanza.
Se
levantó y levantó los platos sucios. Su esposo no agradeció. Amparo, regresó a
su oficio de tejer. Regularmente volteaba a ver a Miguel acostado en la silla
mecedora. Los moscos le cubrieron la existencia al hombre, mientras la mujer
cosía. Eran las 8 p.m. y el sonido de una explosión la dejó petrificada, la luz
se cortó e interrumpió la costura del pantalón que tenía desde la tarde.
“Jueputa,
Miguel. El volcán…”, alzó la voz Amparo.
El
estruendo había sido tan monumental que había despertado al hombre. El hombre
sabía del campo, pero muy poco de la naturaleza y de sus efectos sobre los
pueblos aledaños. La detonación había alimentado la curiosidad de todos los
vecinos que, aún a oscuras, habían salido entre batas y toallas a fisgonear.
Las
alarmas comenzaron a sonar.
El
cura me dijo esta mañana que no teníamos nada que temer, que de nada teníamos
que correr. José Miguel, yo creo que nada nos va a pasar. Creamos en Dios y la
Virgen.
José
Miguel miró por la ventana mientras la avalancha de lodo cubría las casas y los
patios vecinos.
El
sonido de las paredes derrumbándose, los árboles arrancados, la muerte y la
noche unidas en un solo estruendo. 1 de la mañana, ya era otro día. Los cuerpos
arrastrados por el barro y los carros que se aplastaban como cajas de cartón.
Así
sonaba la muerte. Así sonaba el desastre.
Amparo,
luego de sus meditaciones en el medio del lodo, recordó cómo conoció a su
marido, y como un fogonazo la vida le pasó ante los ojos.
La
casa quedó destruida. La casa de la mujer que sabía coser y el hombre que sabía
del campo.
EL ROSTRO DE LA MUERTE
Jueves en la mañana. Mikkel se despertó de su largo
sueño.
Le
preparaba el desayuno a su esposa e hijos, luego los llevaba a cada uno a su
destino: ella, Roxana, a la Cra 38 con 154 al norte, y a sus hijos, Thomas y
Catalina, al Instituto Charles Rizzt para la Educación Primaria. A cada uno le
empacaba su respectivo almuerzo. Entraba a la cocina, preparaba el pollo y los
vegetales para ella, y las ensaladas con Nuggets para ellos. Todo en su lugar,
la cocina acababa siempre limpia, siempre dersa, siempre, y digo siempre porque
John era una persona con obsesión por la limpieza, sin rastros de suciedad.
Ese
jueves, John se había sentido mal de la espalda y no había ido al trabajo. Tuvo
que ir al médico temprano; allí, Marcus, su doctor de cabecera, lo atendió como
siempre, unas pastillas contra el espasmo y reposo. Tres veces por semana
masajes con uno de los fisioterapeutas y voilà! Santo remedio.
John
se preparó un café al volver a la casa. Café negro, sin azúcar con unas
galletitas de coco que su esposa había traído del trabajo. Se sentó a leer el
periódico, se acomodó en el sofá del segundo piso (el que daba al patio de
atrás de su vecino), y se dispuso a saber más sobre la reforma fiscal que se
estaba preparando a nivel nacional. Impuestos, aranceles, dividendos, balanzas,
diferencias… Pasó con celeridad las páginas hasta encontrarse con un titular
que lo horrorizó a la par que lo llenó de interés: ‘El asesino de las familias
de Puerto Carmen sigue suelto: ya son 3 las familias asesinadas’. Requisó una a
una las palabras, los nombres de las víctimas, todas familias que él en algún
momento conoció cuando trabajaba en la oficina del Seguro Social. Maxwell, Soáres,
Carlson, “si… si, con ese Carlson estudié en la universidad”, se dijo en voz
baja.
‘Estrangulados’,
‘los hijos estaban degollados’, ‘las mujeres eran incineradas mientras sus
maridos eran amarrados en una silla…’. John se derritió de horror en su sofá.
Era en la misma ciudad donde vivía con sus hijos, era el mismo barrio. ¿Qué
ser, si se pudiera llamar de tal forma, podría cometer tales aberraciones?
¿Hasta dónde llega la maldad humana de un ser que tortura al prójimo? ¿Quién o
quiénes estarían detrás de los hechos? John se sofocó de terror. Decidió cerrar
el periódico con brevedad, lavó los platos y sacó la basura con temor. Los
chicos llegarían en el transporte escolar a las 4 p.m. y Roxana tardaría un
poco más, quizás las 8 o las 9, por la jornada extendida en el trabajo.
Cayó
la noche. John dio de cenar a sus hijos y decidió traer de vuelta sus viejos
vicios de lectura en el sofá del segundo piso mientras Roxana llegaba. Estaba
leyendo de nuevo la copia del Quijote de la Mancha que hace años le habían dado
de cumpleaños, cuando, de repente, sonó un fuerte gritó. Un gemido fuerte y
seco, un espasmo de sonido entre el dolor y la desesperación. Todo este temor,
todo este terror, sucedido por un largo y profundo silencio.
Los
huesos de John quedaron pegados al cuero verdoso del sofá. Su respiración se
aceleró y sus manos, torpes y callosas, se humedecieron de sudor.
El
sonido venía de la casa del lado; no podría ser de otro lugar.
Se
acercó a la ventana pero no logró ver nada. La casa de los Bustos, sus vecinos
puertorriqueños, estaba totalmente a oscuras. Brandon, el hijo menor de la
familia, no estaba jugando béisbol en el patio trasero. La oscuridad se tornaba
mórbida, y la cuadra, que en otros momentos fue un escenario de fraternidad y
camaradería, hoy se encontraba presa del silencio.
John
intentó acercarse a la valla, pero no se lograba ver nada.
No
llamó a la policía, ni llamó a ninguno de sus vecinos. Escaló la valla, con su
palo de golf en la mano, y decidió ingresar al jardín. Su cuerpo parecía flotar
y un vacío terrorífico consumió su estómago y páncreas de hombre cincuentón. Su
boca no lograba calmarse, y sus pies torpes golpeaban los juguetes y ramas que
estaban regadas sobre el jardín. Logró acercarse a la puerta. Entró por el
resquicio entreabierto que el destino había brindado, y puso su humanidad por
entre el pasillo que conducía al salón principal.
Nada.
Todo en silencio y con la oscuridad que acostumbraba a los días de octubre.
Logró
divisar, a lo lejos, una tenue figura alumbrada por una vela. John quedó en
shock, mientras la sombra alumbrada a contra pique, machacaba el cuerpo
tiritante de uno de los abuelos de la familia. John se acercó a la escena; y al
aproximarse solo pudo ver a su amigo, Harold Bustos, amarrado en un sofá
mientras su familia era cruelmente asesinada.
Se
apresuró a desamarrarlo, mientras el hombre lloraba y maldecía por el destino
de su esposa, sus dos padres y sus cuatro hijos. Iba desamarrando las piernas
cuando una pala golpeó su nuca; John que cayó derrotado mientras Harold lloraba
y seguía maldiciendo por todo lo que pasaba. El huésped los miraba con burla y
la sangre aún escurría por sus guantes de construcción.
John
cayó derretido en el suelo, mientras su captor terminaba con la familia Bustos.
Los puertorriqueños, los de las parrilladas en fiestas y de familia grande.
Sintió como lo amarraban, y como su carne era amordazada con cuerdas de amarrar
bultos en la plaza. Su espalda volvió a
doler, había olvidado ir a la cita con el fisioterapeuta.
Cuando
John despertó, vio a sus hijos ensangrentados y los pies de su esposa saliendo
por una bolsa negra tirada sobre el pasillo. John quiso llorar, pero descubrió
que él era el siguiente. Sus piernas estaban inflamadas por los golpes con el
palo de golf, y estaba perdiendo sangre por las heridas que por lo menos una
hora antes le habían perpetrado.
¿Quién
podría estar detrás de todo esta crueldad? ¿Qué ser, si así pudiéramos
llamarle, podría realizar tales aberraciones?
Sintió
los pasos desde la cocina, y se preparó para ver la cara de su verdugo.
Sus
lágrimas se endurecieron al presenciar el rostro de su captor…
“Mikkel,
hermano, ¿cómo pudiste hacernos esto…?”
Eduar Alberto Vargas González
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