LA CASA DE LOS CAMPOS (o la vida tormentosa de Pino Vallejo e Hilda Campos)

LA CASA DE LOS CAMPOS

(O la vida tormentosa de Pino Vallejo e Hilda Campos)

Eduar Alberto Vargas González

 

PRIMERA PARTE

REMEMBRANZAS

Cuando mis ojos miran hacia dentro mi mente se nubla. Desaparezco sobre mí mismo y me convierto en una caricatura. La sombra de un sonido que ya fue, la cicatriz de una puñalada. Soy lo que soy por la dureza con la que mis ojos miran mi vulnerabilidad.

I

Sobre la superficie de la mente de Hernando, toneladas y toneladas de recuerdos se amontonaban. Por supuesto, el portallaves, la llama encendida en la cocina, dos calabazas y una tostada, sobre el mesón de la cocina, mientras inevitablemente su memoria se colmaba de olvidos.

- “Repite conmigo”, decía Hernando, “apaga la llama”, “apaga la llama”, “apaga la llama… ¿Alguien me llama a la puerta?” “Vamos a ver la entrada, Hernando”.

Daba un paso sobre la chancleta casi rota y se molestaba con su destino: “Hijueputa cotiza vieja, ni pa’ correr me sirves ya”. Se la quitó. Decidió circundar medio descalzo por la vieja casa de dos habitaciones que Mamá Carmen le dejó en la juventud.

- “¡Hilda!”, gritaba eufórico medio vestido y con espuma en los labios. “¡Hilda!” “Despiértate, mi amor”. “¡Vieja!” “¡Despertate vieja que se nos va el camión de la leche!” “Apúrate que hoy toca recogerle las notas del colegio a Porfirito”. “¡Apúrate vieja y vente como puedas, que nadie nos va a detallar los zapatos, ni el desayuno ni las ojeras ni las ganas... ni mierda!” “¡Apúrate vieja que me voy sin ti! ¡Apúrate que el sueño perdona, pero no los maestrillos del chinito!”.

Hernando rezongaba para sus adentros, con la mano entre la camisa y los ojos pletóricos como dos bombillos de carro.

Retomó su trayecto a la puerta. Sus ojos se habían detenido en la obra que su padre pintó por días y días mientras caía en la locura. Un lienzo oscuro con pinceladas rojas y verdes inconexas y con una aparente mancha de sangre en el borde superior izquierdo. ‘Crisis’ se llamaba, tenía color dolor. “¡Si!¡Crisis! Así se llama este cuadro, Hernandito. Te lo regalo para que lo pongas en una pared blanca sobre azulejos si tienes una casa, y si no la tienes véndelo y cómprate una vaca o un carro de segunda”.

Hernando recordaba la historia detrás del cuadro mientras se plantaba hermético en el pasillo. Bajaba y subía la mirada mientras recordaba. El desasosiego se le metía entre los puños y los huesos de las mangas.

Recordó, en ese instante, como el niño, que después se convertiría en padre de tres, reconocido amante de viajes por el río y en aclamado coleccionista de estampitas del correo años después, no pudo pronunciar palabras. Se quedó quieto, balbuceando una queja que nunca emitió contra su padre. La perplejidad de admirar la figura tosca de su taita en medio de latas de frijoles, ajonjolí en bolsitas y olor a humedad solo le dejó confirmar el nombre de la obra: “Crisis”.

“Crisis, un cuadro con color dolor”, les decía a sus hijos.

- “¡Hilda, Hilda apúrate mujer! Siempre es la misma mierda contigo. Te llamo y te llamo y no contestas. ¡Contéstame que sin ti me pierdo en la casa!”

Nadie contestó. Así como los otros días, Hernando volvió a la puerta y miró por la sucia perilla que alguna vez mandó a corregir por ‘ruidosa’. “¿Quién me llama? ¿Quién es, que no estoy pa’ juegos? ¿Hilda, eres tú?”, gritó eufóricamente.

Salía y volvía a entrar. Miraba por la ventana y cerraba la persiana. Rutina diaria de tristezas. Salía a sentarse en el segundo escalón, el favorito de Hilda. Se preparaba un café cargado y encendía un cigarrillo que siempre dejaba por la mitad el día anterior. Lo acababa y se quemaba la zona blanda de los dedos. Encendía el otro nuevo y lo dejaba por la mitad. “¡Hilda” “Hilda, me estás matando, aparécete ya. ¿Cuánto llevas sin aparecerte Hilda...?”

La triste y caliente bruma de Honda a las dos de la tarde lo aprisionaba contra el cielorraso que cubría su cabeza. El sol de las doce ya lo fastidiaba, el de las dos lo irritaba.

- “¡Hilda! ¡Que salgas mujer!”, gritaba el insomne hombre de 54 años mientras desfilaba en calzones por un pasadizo que conectaba la pobre choza con el patio trasero. Aunque el calor lo fundía contra la cuneta, una cobija de lana lo rodeaba como banda presidencial. La chancleta rota y un pie descalzo. Su memoria que empezaba a fallar, apagándose como una chimenea en medio del frío de Berlín, le recordaba por migajas lo que alguna vez fue. Así se extinguían sus recuerdos. Un idilio eterno del recuerdo efímero, apagándose como el amor que alguna vez cultivó por Hilda, una Hilda lejana entre las anécdotas y entre los pasadizos de la casa de Mamá Carmen.

Una Hilda que yacía muerta desde varios días atrás en la habitación del fondo.

- “Hernando, repite conmigo: apaga la llama… ¡Apaga la llama!”, gritó mientras la chancleta rota se le salía del pie y a tientas alcanzaba la olla hirviendo en la cocina. El agua totalmente evaporada y la mueca de lo que se suponía era café del Viejo Caldas quedaban en el fondo del recipiente.

- “¡El café, Hilda!¡El café!” “Me dijo que lo apagara. ¡Si, me dijo que lo apagara!”, mencionó con la voz rota y una taza sobrecargada hasta el borde.

El hombre, quien había pasado media vida trabajando en la Caja Agraria, volteaba hacia el cuarto donde el cuerpo de su esposa empezaba a descomponerse. La espiaba y expiaba sus lamentos con pequeños sorbitos de recuerdos al pobre café cargado que se había podido servir. Hilda había muerto a causa de un tumor, mientras Hernando ni siquiera podía recordar su nombre ni el de su amada. El cuerpo de su esposa ya con olor a canela lo confundía. Su muerte no existía, ni existía su vida ni el recuerdo de quien inocuamente intenta hallarle sentido a la existencia.

La melancolía, como un otoño del que nacen flores, calmaba a Hernando Pino. Lo apaciguaba, le servía de paliativo. Tomaba café y se volvía a dormir. Bostezaba, se acurrucaba y volvía a prender la llama.

 

II

- La sede principal de la Caja Agraria de Honda, Tolima, tenía una cierta familiaridad a las empresas norteamericanas que servían de escenario para las series gringas. Edificios llenos de computadoras, con gente amable y uno que otro malhumorado. Olor a café entre carpetas y cuentas de cobro. Rubros y pagos, grapas y notificaciones de despidos injustificados.

Allí me encontré un día con María Elvira y Roberto, por allá en el año 73, amigos míos desde la adolescencia cuando crecimos en Honda. Roberto y Elvira se habían casado por la iglesia; un tres de enero a las 4 de la tarde en una capilla más bien deshecha por el paso del tiempo. Se casaron sin tarjeta, pero nos avisaron a todos. El calor derretía las lentejuelas que las niñas llevaban en sus trajes y las palomas sentían apenas fatiga del sol voluptuoso que les cansaba el vuelo. Los papás de María Elvira y los míos se conocían desde pequeños también, fueron ellos quienes por obra y gracia de don Alfonso Martínez habían traído por vez primera el ventilador de bolsillo al pueblo. Los papás de Roberto siempre fueron reservados, mejor conocidos por su colección de acetatos y por ausentarse a todas las reuniones de padres en la Escuela de Santa Pilar. El pobre Roberto, quien nunca necesitó más que recoger su boletín con notas excelentes, nunca fue acompañado por sus padres. Siempre fue un emisario, un vigilante, un niño olvidado por su papá.

El día de nuestra graduación Mamá Carmen se ofreció a llevarlo a recoger el diploma, pues sus papás no pudieron ir o se encontraban de viaje o alguna mierda así, pero no acompañaron a Robertico. Ese día lloró y yo lloré por él. El también lloró por mi muchas veces. Fuimos los mejores amigos, unos compinches de tiempo completo. Un hermano, para describirlo sin vergüenzas ni temores.

También trabajó con nosotros Isabel, una pelada bajita, de pelo castaño y piel trigueña. Siempre fue una mujer diferente -Hilda Isabel para ser concretos-.

Sus papás eran los más pueblerinos y excéntricos de una zona rural en Manizales: la mamá, doña Lina Isabel Rodríguez, se sentaba todas las tardes a cantar al lado de la ventana que daba a la calle. Don Augusto Campos, por su parte, siempre fue un malhumorado. Más pendiente de sus trabajadores en la obra, de las apuestas de gallos y de los partidos de fútbol los domingos en la tarde; que de su esposa y su hija. Jamás le preguntó a Lina o a su hija qué sentían o qué querían. Nunca lo vi llorar. Alguna vez que le cayó aceite hirviente sobre su pecho, se echó fue a reír. Viejo excéntrico. Nunca lloró, nunca emitió sonidos que no fueran agresivos. Murió una tarde de abril en la cantina de siempre. Quizás sea la única vez cuando alguien lo vio sin su ceño fruncido”.

“¡Hilda, mi esposa!¡Hilda, sal de esta casa que me estoy volviendo loco!”, gritaba Hernando, luego de despertarse entre orines en el sofá. Estaba cansado de su vida.

 

III

- El día que acompañé por primera vez a Porfirito a su trabajo en el edificio del periódico supe en su mirada que algo andaba mal conmigo. Cuando me preguntó por cómo me sentía no supe que decirle, quizá porque no lo sabía tampoco. Quizá porque no lo quería recordar. Mi único hijo vivo, ya era un hombre recto en aquellos días. Corría el año 2003 cuando supe que me hubiera gustado tener otra hija, y quizás ponerle Carmen. Quizás ese día entre las calles de Bogotá se me hubiera ocurrido algo mejor que quedarme en la Avenida Caracas mirando los carros pasar. No supe por qué ni cuándo, pero sabía que la vida me estaba apuñalando con la noticia que heló mi sangre y borró mi memoria: Hilda, a mi Hilda, le acababan de detectar un tumor de estado avanzado en el páncreas.

Ya retirado de la Caja Agraria, en donde trabajé hasta su cierre, mis días se basaban en esperar a Hilda y a Porfirito, cada uno en sus trabajos. También empecé a coleccionar estampitas de Beisbol y empecé a hacer viajes por el Magdalena. Muy rara vez lo hacía ya. Hubo un tiempo cuando íbamos a pescar con Criseldo y Santiago, íbamos con Emma. De eso ya no me gusta hablar.

Hilda se metió en el negocio familiar de la construcción, después de que salimos de la Caja Agraria, y, aunque siempre mantuvo su puesto de contabilidad con muy bajo perfil, en los últimos años había tomado mayor relevancia cuando se descubrió que el hijo de su hermano no sabía administrar el negocio de los Campos. Decenas y docenas de empleados se sentaban a escuchar las charlas motivacionales de Santiago Campos Robayo, hijo de Criseldo, mientras él, obstinado, les decía porque los modelos de construcción europeos se basaban en la imaginación creativa de los albañiles.

Yo seguía, como todos los días, esperando a Hilda para almorzar en un restaurante del centro, nuestro favorito, que se llamaba ‘Fátima’ y que atendía un albanes exiliado de mediana estatura y con menos pelo que intriga sobre el futuro. Hilda a veces me contaba cómo su sobrino les hablaba del Dórico y Jónico a trabajadores de las afueras de Bogotá que ni leer sabían.

“C’est la vie", nos decíamos entre cremas de cebolla y filetes de ternera.

Ahora era diferente, el rostro de Hilda había cambiado con la noticia del tumor. Sus ojos negros ya no eran brillosos, no señor. Eran ahora una caricatura de ese halo de vida que me enamoró a principios de los años setenta. El tumor le chupaba la vida como una sanguijuela. Mi Hilda se estaba yendo en cada parpadeo, y yo era un simple espectador de lo que la memoria les hace a los vagos recuerdos. La vida que es mucho de dolor y mucho de cómo lo abordamos, golpeaba a mi Hilda.

-. “C’est la mort”, se dijo Hernando mientras se prendía un cigarrillo.

 

IV

- La vida de Hernando Pino, “pinito” como le digo desde que nos conocemos, ha sido una vorágine. Desde pelaos ya grandecitos, cuando ambos entramos a la Caja Agraria, yo le notaba una silueta encantadora. Llegaba siempre temprano y no decía una palabra de más. Siempre con una sonrisa, de esas que tienen los chinitos cuando les dan helado en las tardes; siempre con gracia, solidaridad, calidez que solo podía tener una persona que sufrió mucho. Mi pinito, mi barrigón bajito”.

Por mi parte, siempre fui dura. La vida me lo dictó. Cuando por fin pude salir de la casa de los Campos por fin probé un poquito de mundo. Ese día, un día de enero del 71, cogí mis maletas y sin dejarme retar por la sensibilidad me fui por la calle arriba. Ni Lina Isabel ni la abuela Verónica se enteraron, fui yo sola contra el mundo. Recuerdo las ganas que tenía de conseguir trabajo y comer todo lo que quería. ¿Alguna vez probaron las magdalenas de la esquina superior al Palacio de Nariño?  Yo no, o bueno, solo hasta que me fui de la casa de los Campos. Cuando se dieron por enterado yo ya me hallaba en otro lugar, no supe por dónde coger y terminé con dos maletas de bronce, que parecían dos corazas viejas de tortuga, una café y otra roja, de camino a Honda. No sé por qué Honda, ni siquiera hoy lo sé. Allí empecé mi vida laboral con dieciséis años, allí conocí a Manuel y luego me casé con Hernando. En Honda conocí el amor, la tragedia y, como todo en la vida, que la esperanza nunca se pierde.

Al final todo se pierde, pero suena más bonito lo otro.

Ahora miro a Hernando de lejos, volviéndose loco. ¿Uno cómo se vuelve en estos días por cosas que no puede controlar? ¿no? Hernando mal por la hora, por el clima, por Porfirio y por un tumor. Un dolor que él no puede sentir lo tiene mal. Ya me lo ha dejado saber. Cómo nos dejamos afectar por las cosas que no podemos sentir, ¿acaso no son esas las peores? ¿no habitamos tristes es por eso? ¿por los otros?

Debe ser esta casa la que nos enfermó. Ambos estamos en la penumbra, pero a pinito le pesa más. Le pesa más saber que pronto me iré y él tendrá que lidiar con la vida solo. Pinito se queda en la casa de Mamá Carmen y Porfirito con la casa de los Campos.

 

V

- En una capilla acabada por el paso del tiempo y dejada de lado por los mejores años del café en el país, Hilda Isabel Campos Rodríguez y Hernando Pino Vallejo, dos jóvenes colombianos se casaban, en diciembre del 73. Ellos, mis padres, se querían mucho. Se hubieran querido más si un tumor no se hubiese llevado a Vero. Pinito, como le digo desde que tengo memoria, le ofreció todo lo que mamá Carmen le había heredado: la casa, la ambición que tenía desde joven, y un amor que ni él sabía que podría expulsar.

La vida les cambió cuando nació Verónica, en el año 75. Antes se la pasaban viajando trayectos largos en la Royal Enfield que papá compró justamente a la edad que tengo. Se la pasaban escampando las lluvias en medio de chazas de comida rápida en la calle, se quedaban a dormir en donde les cogiera la noche y se querían como si no hubieran querido a nadie antes. Pinito e Hilda pa’ todo lado, o bueno eso me contó la abuela Lina. Cuando por primera vez lo llevó a la casa a Pinito no se le ocurrió sino llevar unas flores, y el abuelo Augusto era alérgico a ellas. Otro día llevó galletas de coco y a la abuela Lina se le quedó una atorada. Todos estallaron en risas, mientras Pinito, evidentemente nervioso, se puso rojo y empezó a sudar como caminante olímpico. Prefirió no volver a la casa. Era un personaje majestuoso: bajito, barrigón y con el pelo grueso como una esponja.

Pinito había nacido en Honda en 1945 y se había criado en esa zona con las tías de la familia Vallejo. Tenían vacas y cerdos, y la finca que en sus mejores años fue reconocida como hacienda exportadora de banano y frutales.

La casa, durante su niñez, estaba en un potrero grande que fue entregado al papá de Pinito durante los años treinta. Nunca conoció a su papá y Carmen nunca le dijo su nombre. Su infancia estuvo marcada por las largas jornadas de trabajo de mama Carmen en las casas de los vecinos.

Carmen Vallejo, mi Mamá Carmen, les lavaba la ropa, les cocinaba, les cuidaba los hijos, les arreglaba el almuerzo, la merienda y la cena. Sabía de partos de perros, gatos y ganado. Le gustaba la torta de plátano y cuidaba los platicos de porcelana con su vida. Vivió muy ocupada mi nanita Carmen. Un día, entre tanto cocinar y fregar las paredes, la muerte le llegó. Un paro cardiaco dejó a Pinito solo, con el corazón removido por perder a su mamita y una casa de dos habitaciones en Honda.

Pinito, que apenas tenía 12 años, se educó con la tía Aurora. Una señora estirada que había tramitado la mayor parte de su vida en Girardot, Cundinamarca, donde trabajaba como sastre. Pinito, mi padre, tuvo que empezar a ayudarle a la tía Aurora en su taller, pasando largas jornadas mientras le enseñaban cómo cortar tela, poner botones, coser y poner hebillas. Pinito estudiaba en las mañanas, y en las tardes le ayudaba en el taller que la tía había puesto en Honda. Pinito siempre miró pa’ adelante. Siempre lloraba contando esas historias.

- “Cuando yo estaba pequeño habitaba descalzo, Porfirito. Cuando yo estaba piturrito y vivía con Mamá Carmen, a veces no teníamos para comer y me tocaba ir a pedirle a otros tíos pa’ que nos dieran uno o dos plátanos. Ustedes no van a sufrir de eso, pero yo les cuento pa’ que no se les olvide la tierrita, ni se les olvide el amor tan grande que le tengo a Mamá Carmen…” nos mencionó un día Pinito con los ojos llorosos.

Chabela y Pinito a veces se encerraban a llorar en el cuarto. Todo había cambiado desde la muerte que se llevó a Vero, mi hermanita. Era un sollozo largo, un quejido de espanto. ¿Usted sabe lo que es perder un hijo? Es una queja a la existencia, un vacío en el tiempo, por decirlo de alguna forma.

A mamá se le notaba menos, ella siempre había sido una persona dura y de alguna u otra forma era ella quien nos daba fortaleza en la casa. Pinito si estaba roto todo el tiempo. Se rompía un poco más cada 11 de diciembre, cuando nació Verónica. Pinito lloraba en silencio cuando tomaba café los domingos, lloraba todo diciembre. Lloraba en las madrugadas y a veces lloraba en las mañanas.

A Vero se la llevó una enfermedad en mayo de 1980, y les dejó la más profunda tristeza a mis papás. Dos almas rotas por la hija ausente, dos memorias inconclusas por la vida que no pudieron disfrutar.

Pinito había crecido con muchas dificultades, pero siempre con ese tono silencioso, amable y servicial que tenía Mamá Carmen. La gente por molestarlo le decía que parecía un cabrito regañado; él se lo tomaba con humor y decía que si era un cabrito era solo porque al papá, que reconocía sólo en sus viejos recuerdos, le decían el “cabro de monte”. Del Cabro solo sé que un día se fue de la casa y no volvió, era artista o eso decían los conocidos. Antes de la muerte de Mama Carmen, ella misma le contó a Pinito que al “Cabro” se lo habían cargado en los incidentes del Bogotazo.

- “El malnacido de tu papá se murió, Hernando. Y se murió por estar diciendo que este país tiene futuro. Mira ahora cómo quedamos, con deudas y sin un peso porque tu papá creía que pintar le iba a salvar la vida. Era un loco y no quiero que tu seas como él”, fueron las palabras que Mama Carmen le dijo a mi papá. Mamá Carmen nunca le dijo el nombre de su papá a Pinito. Nunca, solo lo conocimos como El Cabro”.

Mi papá que hablaba poco de niño, se la pasaba llorando desde que Verónica se murió. Mi mamá, Chabela, como le decían todas las señoras de la cuadra, nunca botaba una lágrima. Es dura como un caracolí, y más ahorita que tiene cáncer. Mi mamá fue por mucho tiempo vulnerada, ignorada y maltratada. Uno no olvida eso, y es eso la que la hace fuerte. Yo la hago reír hasta llorar, por eso sé que por dentro es igual de sentimental que mi papá. Todos somos una herida que sangra.

Pinito sigue llorando, pero es un llanto diferente: ya no es el de profunda tristeza de los años ochenta, Pinito ahora llora como única forma de sacar su miseria, de poner el corazón en una bandeja de barro y machacarlo hasta que desaparezca. Llora para no olvidar. Ya ni me habla y se le están olvidando las cosas, pero al menos no se le olvidó llorar.

Mis padres, mis viejos. Lloran y lloran mientras yo lloro por verlos así. Mi vida cambió radicalmente desde hace un tiempo, no como mucho ni duermo.

A mí tampoco se me olvidó cómo llorar.

 

VI

“Hoy estuvo de nuevo entre las sombras. Mi triste hijo menor que ya ni sale de su casa y mi Hilda está enferma. No sé qué haré sin ellos…” mencionaba Hernando Pino a Arias, su amigo de toda la vida.

Hernando se despertaba cada día a la misma hora. Se quedaba unos minutos mirando el techo mientras era atormentado por los demonios de su pasado. Él, como la mayoría de los colombianos, tuvo que seguir adelante a pesar de su entorno. Un carro bomba en lugar de corazón. Fue testigo televisivo, como muchos jovencitos y adultos, de las masacres, de los collares y cilindros bomba. Vio por muchos años a sus colegas e ídolos ser perseguidos por su ideología política. Pinito, quien prefería ser llamado de esa forma, había pertenecido a la UP en su juventud; recordaba a veces cómo su vinculación al partido le había significado salir volado de cafeterías, evitar ciertas zonas a ciertas horas, y lo había cohibido de mostrarse libremente en las noches de Honda.

-. “Pinito, aquí hay una caza de brujas. Vos ni por el putas te pongas a decir que eres de izquierda o cualquier vaina de esas.” Le recomendaba entre risas nerviosas y buenas pulgas Roberto Caicedo Narváez. Robertico, como le decían desde pelaito.

- Yo estimaba mucho a Robertico y a Elvirita, esos dos eran unos santos. De hecho, fue idea de ellos que luego de la muerte de Verónica, mi primogénita, nos dijeron que nos fuéramos a vivir a Bogotá.

¿Qué vida le podía dar a mi Hilda en Honda? Todos los días nos despertaban los muertos y las noticias de secuestros y pescas milagrosas se volvieron más comunes. A mí la muerte me perseguía, me respiraba en la espalda y comía en la esquina de mi cuadra. Uno cree que la guerra no le pertenece, que es una vaina por allá de afuera. Yo creía eso. Por eso cuando pasó lo de Criseldo y lo de mi Emma, Hilda y yo quedamos devastados.

- ¿Vos cómo consuelas al amor de tu vida cuando los hijueputas paracos te envían las partes de su hermano en una bolsa? Nada. Uno de eso no se recupera. Por eso Hilda es como es.

Eso pasó en el 93. Yo acababa de salir de la Caja Agraria, y ya vivíamos en Bogotá por influencia de Robertico y Elvira. Nos mudamos en octubre. Vivíamos cerca de Roberto Caicedo y María Elvira. Dos cuadras siempre separaron la casa grande que ellos tenían… era un monstruo de casa en medio de los suburbios de Bogotá. Un jardín bonito, de esos que Mama Carmen siempre hubiese querido tener. Un perro san bernardo grandote, que yo creo que hasta las pulgas de ese mugroso tenían más etiqueta que yo. A Robertico yo le regalé muchas cosas; le compré los acetatos que escuchaban en las noches, le compré el reloj de cucú de la cocina, y les regalé la pintura que alguna vez me dio mi papá. “Crisis” les dije. Era una pintura linda, lastima el hijueputa que la pintó”.

Nuestros hijos se criaron juntos. Emma y Porfirito se la pasaban metidos en esa casa, al punto que nos tocó decirles que de vez en cuando dejaran descansar a Elvira. Esos pelaos eran adorados. Iban juntos al colegio con Miguel y Amanda, y a todos les iba bien, menos a la caspa de Emmanuel que se la pasaba jugando fútbol en los recreos y no iba a clase. Mugre chino si le hizo salir canas a Hilda. Porfirito si era más calmadito desde pelao', nunca rompió un plato ni hizo una pataleta. Callado, tímido y más bien delgado. Siempre me sacaba excelente el pelaito, y yo pensando que mis hijos iban a salir brutos como yo… seguro le sacaron eso a Hilda, que siempre fue brillante”.

A Hernando Pino se le pasaban las horas de la mañana intentando recordar. Recordaba los moretones con los que llegaba Porfirio del colegio; recordaba las primeras vacaciones de toda la familia cuando nacieron Mateo y Carla; recordaba el sabor de los labios de Hilda cuando estaba feliz; las lágrimas de Mamá Carmen y la casita de Honda; recordaba los ojos grandes y bien abiertos de Verónica antes de morir. Recordaba a Hilda, su Hilda, en cada rompecabezas, en cada crucigrama del Espectador. Recordaba los años de su vida pasados por fuego y violencia, su familia destruida y la única persona que lo mantenía con vida: Porfirio.

- “Porfirito, hijo, ¿ya salís pa’ ir a almorzar? Apúrate pa’ ver si nos dejan sopita especial de los viernes”, le dejaba en la contestadora Hernando a su hijo desde las 10 a.m. casi todos los días.

Un día específico, tal vez a mitad de mayo de 2003, el mensaje no fue contestado. Un silencio espectral colmó la casa de Porfirio. La muerte golpeaba por penúltima vez la puerta de Hernando Pino Vallejo.

  

VII

- Yo terminé en Honda porque quise, y vos no tenés porque estar criticándome ni a mí ni a Pino…”, le decía Hilda a Lina Isabel, cuando le reprochaba por la crianza de los niños, las deudas y la sensación de que algo andaba mal en la casa.

“Acordate de mis palabras, Hildita. Ese hombre a vos no te va a llevar a ninguna parte, ¿no te acuerdas lo que pasó con Verónica? ¿Qué hizo el fantoche del pinito además de deprimirse? Créeme, hija. Al varón que se le mueren los hijos es que algo tiene. ¿Vos crees que la mala suerte, el mal de ojo y los conjuros no existen? Acordate de la casa de mi abuelo, la Casa de los Campos”.

Hilda no respondía. No creía en la mala suerte ni en los méritos.

- Cuando llegué a Honda todo estaba al revés, eso fue por allá en el 71. Yo tenía 16 años, y el poco dinero que pude reunir de trabajar de lunes a sábado en el restaurante de doña Marta Esparza me sirvió de ahorro para el arranque inicial. Tantos meses entre grasa y platos, y comida dejada a media, y pollitos sin plumas, las manos entre guantes, y gente sucia y pollitos con plumas, me sirvió para poder pagarme un pasajito en la flota hasta Honda y pagarme dos meses de arriendo por adelantado. La señora que me recibió, Azucena Martínez, me dijo desde el principio que solo podía estar un tiempo en la casa. Me quedó como anillo al dedo, y más porque a los poquitos meses yo conocí a Hernando y preferimos irnos a vivir juntos. Definitivamente conocer a Pinito ese día me salvó la vida. La casa de Azucena quedaba cerca a la Capilla de Santa Lucía, tenía varios cuartos con un color curtido, con cuadritos de la virgen María y de los ciclistas de la vuelta a Colombia. Mi cuarto olía a humedad, y la cama estaba tan vieja y mohosa que es posible que haya muerto alguien en ella.

Siempre lo creí. Doña Azucena era excéntrica. Se levantaba a las 4 a.m. y hacía una olletada grande de café. Escucha la radio mientras tejía o hacia un crucigrama.

La casa, grande y rustica, tenía un cuarto con baño, y otros dos con baño compartido. Uno era mío, otro era de Raquel Miranda, hija de Miranda el de la ferretería. Unas escaleras amplias y un jardín desahuciado.  Ahí terminamos varias veces con Juanito Peralta y con Magda Ríos hablando de música y de política. Ese hervidero, que eran las calles de Honda, se convirtió en nuestro sitio preferido pa’ ir a hablar con mis amigas, tomarnos un cafecito y devolvernos a trabajar. Hablábamos de los Beatles y de Pastrana; de los pelaos que trabajaban en el restaurante del frente y de los papás de Juanito que querían mandarlo a trabajar a Venezuela.

Juanito Peralta se les escapó y mucho tiempo después oí que había terminado viviendo en Aruba. Con Magda y Raquel si fuimos eternamente compinches. Las tres habíamos crecido entre escasez y cariño materno. A las tres nos tocó escaparnos buscando trabajo. Magda Vargas vivía en una finca por allá en las entrañas de la cordillera. Nunca olvidaré las veces que ella y Raquel me salvaron del hambre y la soledad.

Hilda llegó a Honda con la mera sensación de miedo que da el primer alejamiento de la casa paterna. Pasó toda su vida en Manizales, en donde se crio, estudió y en donde tenía toda su familia. En medio de matas de café y plátano verde se ubicaba la casa de los Campos. Llena de mosquitos y siempre con el olor a bananito bocadillo y café tostao. Sucia por momentos, sobre todo después de las muertes del abuelito Augusto y del tío Criseldo. Por muchos años, no obstante, Lina Isabel consiguió mantenerla con un olor decente y hasta logró conseguir cultivar en las tierras que su marido antes vio prósperas. La casa de Lina y de su familia, con el paso de los años, recayó en las manos de Pino e Hilda. La abuela Lina muchas veces lo auguró.

El primer trabajo que Hilda Isabel consiguió en Honda fue el de secretaria atendiendo el despacho de don Manuel Ancizar Cespedes, conocido abogado penalista de la región. Además de ser conocido por ser buen mozo y caluroso compañero de cuarto de doña Graciela Ríos, Cespedes era señalado de homicida, pero nunca nada se probó.

Entre llamadas y cartas, autos e invitaciones a pasear por la plaza a Hilda Isabel se le pasaron sus primeros meses de trabajo volando. Cinco meses trabajando con don Manuel le sirvieron para mejorar su caligrafía, aprenderse el sabor del pegante de las estampitas, y recordar el número y dirección de los mejores y más conocidos abogados y políticos del Tolima.

La vida de Hilda era un vaivén entre comer poco y ahorrar para irse a vivir a la capital; entre noticias malas reportadas por la radio y muertos que aparecían en las carreteras, y entre demandas y conceptos jurídicos que le llegaban todos los días a la oficina de Ancizar.

-. “Fue en ese entonces cuando comencé la aventura que nunca debí tener” escribía Hilda en el diario que la acompañaría por gran parte de su juventud. “Ancizar llegó un día lo más de sudado y llorando, habían intentado matarlo. Yo, que en ese entonces no sabía dónde comenzaba la espalda y donde empezaban las piernas, le di un abrazo. Sentido y largo. Me congeló los huesos y desde ese momento quise tener en mi mente su olor, el sabor de su pelo y ese humor a cordero que recién se salva del matadero. Ancizar fue mi primer amor en Honda, y el primer hombre de mi vida. Él me quiso tanto como yo lo admiré, y sino hubiese sido porque tenía la muerte pegada al cuello seguro nos hubiéramos casado.”

Después de ese abrazo me llevó a la casa, y luego a la suya y luego a la mía. Nos llevábamos casi cuarenta y un años en ese momento. Yo no le amaba y él tampoco lo sentía. Fue algo más de piedad y miseria que amor. Ambos rechazados, sin ninguna compañía y con tiempo por delante. Ancizar era solo dos meses menor que mi papá, aunque a estas alturas creo que se veía más viejo que él. No sé qué me gustaba de él, de hecho, solo podía imaginarme sin él. Tenía un poco de cabello en la frente, solo una ceja y siempre utilizaba trajes azules o negros de paño. Pero era ese sentir de la soledad compartida, y esa sensación de seguridad que solo le otorga a uno la viudez lo que me gustaba. Era como tener un amigo que me cuidaba y me enseñaba de derecho. Lloré mucho ese 17 de junio, cuando lo mataron entrando a la oficina. Recuerdo ese día, los tiros, los perros lamiéndole el pantalón y el resto de la ciudad como si nada. Es como si hubiese sido ayer.

“¿Recuerdan la dulce voz de Nancy Sinatra cantando la canción My baby shot me down? Yo sí, ahora siempre me recuerda la muerte de mi Manolito”.

Hay detallitos que a una no se le borran. Y si Dios está en las pequeñas cosas, el diablo está en los detalles.

El 15 de junio del año 1971, un día bastante caluroso en Honda, me levanté temprano con el ruido del pájaro aguzado que canta hondo. Mamá decía que ese fue el pájaro que le dio la razón de la muerte del abuelo: “Hildita, esos pajaritos jalados por cuerda -como los cucú- solo pueden avisar que la muerte anda por ahí. Ese se llevó a mi papito. Yo lo oí, y cuando lo escucho no puedo dormir.

“Yo tampoco pude. El día 13, lo recuerdo bastante bien, fuimos a la casa de Ramírez, reconocido juez del Tolima, y nos ofreció todo un día de disfrute, charladera y comilona”.

Ramírez le decía: “Manuel, ¿vos cuándo tuviste una hija?, mientras yo me carcajeaba comiendo bizcochitos y Manuel se ponía color remolacha. Balbuceaba y explicaba que era su ‘amiga’. Luego se tomaba el café y se paraba, se ponía los brazos como una jarra y me preguntaba: Ala, ¿será que si pareces mi hija? 

Todos nos reíamos hasta llorar.

Ese día, sin embargo, antes de irnos de la casa grande a las afueras donde vivía la hermana de Ancizar, lo noté extraño. Preocupado como siempre, era un hombre de temprana vejez, con pocas canas, pero muchas arrugas, ese día empezó a caminar rápido por la acera. Algo le andaba mal y yo lo sabía. La casa empezó a oler levemente a canela, un olorcito que nunca olvidaré y que ahora solo puedo asociar a la muerte. Llegamos y él quiso acostarse de una vez. Yo sí me quedé escuchando las baladas por la radio, mientras terminaba de lavar los platos. Habían sido huevos revueltos al desayuno y la mezcla de mantequilla y migas ya estaba seca.

“Acabé y me fui a dormir. Así fue mi penúltima noche con mi primer amor. Ambos nos acurrucamos mientras yo iba calentándome de la cobija y el sollozaba como un cabrito que va pal’ matadero”.

“El domingo fue otro día regular. Mañana en la casa mientras Manuel iba a visitar a uno de sus clientes. Fue un día raro. Almorcé sola con un calor insoportable, y en la tarde tejí una de las camisas azules con las que Manuel solía ir a su despacho. Él llegó muy tarde, tenía olor a cigarrillo impregnado al cuello mezclado con colonia barata de mujer. Las uñas negras por el tabaco que solía fumar. La cara cansada por tantos años viviendo una vida que no había soñado y los pantalones casi cayéndosele”.

Se acostó a dormir después de que le lavé la cara. Nuestra última noche fue de silencio y un horrible olor a tufo de aguardiente.

- Despertar y encontrarte con la noticia de la muerte de tu pareja no es algo de todos los días. Lo fue ese 15 de junio para mí. Me levanté a las 6:30 y preparé el desayuno que más me gustaba: tocino, arepa y café con leche. Me sequé el cabello y me puse el vestido azul de seda que mi mamá me había dado en diciembre. Era un lunes normal, tenía que ir al despacho de Ancizar, llevarle unos papeles a Ramírez y contestarles cartas a los comensales de la cena del sábado.

Sonó el pájaro y yo salí de la casa. Antes de salir tengo la maña de tocar tres veces la puerta y revisar que quede bien cerrado. Ese día no lo hice. Quizás el destino me estaba advirtiendo que la tragedia se avecinaba.

Llegué al despacho vacío con un olor intenso a canela en el aire. Las persianas de las oficinas estaban cerradas y el café del escritorio de Manuel estaba sellado. Estela se lo llevaba a las 6 am e iban a ser las 8 am.

Algo definitivamente andaba mal.

- Fue Roberto Caicedo, un pelao de mi edad el que me avisó. Era amigo del papá Manuel desde tiempo atrás y ambos compartían las tardes en el club de Honda. El papá de Roberto era alguien importante ahí en Honda, tenían bastante plata y pues de una u otra forma él tenía un puesto en la Caja Agraria.

Se presentó pulcro y con una mirada tonta de niñez adulta. “Asesinaron al Doctor Cespedes, señorita. Lo lamento mucho…”, fue lo único que me dijo. Yo quedé aturdida y me entraron unas ganas incontrolables de gritar y salir corriendo. No sé qué pasó. De hecho, salí despacio y tomé el café aún sellado y se lo llevé al Doctor. Él seguía vivo, yo lo presentía.

Llegar al banco fue una lucha contra caravanas de carros y montones de gente mirando en círculo. Ahí estaba Manolito, tirado, con los ojos cerrados y la camisa con la sangre escarchada. Nadie lo tocaba. La gente se quedó mirándolo atónita, sin seguridad de qué pasaría y con el murmullo hediondo de la multitud en el ambiente. Yo estaba brava. Les tiré el café negro por la cabeza a todos los chismosos, y me acerqué a él. Estaba frío, inmaculado entre la basura de la calle y el sudor de la espalda. Tirado con el vientre echando todavía sangre y con un perro lamiéndole el pantalón.

Esos días lo convierten a uno en lo que es. Somos partículas llorosas, como diría Pizarnik. Partículas llorosas y polen de una margarita en las calles de Honda a las 2 de la tarde.

 

VIII

Manuel Ancizar Cespedes había crecido en Tunja, de donde era oriundo, y de pura casualidad había terminado en Honda. Siempre fue quisquilloso, le gustaba llevarle la contraria a los compañeros de la facultad, no le gustaba cambiarse la ropa ni bañarse. Tenía un olor de siempre a humo y jabón azul. No tenía muchas citas ni salía con amigos. Prefería, y era un detalle que le encantaba a Hilda, quedarse por horas mirando los libros de derecho penal y poner R&B gringo en el tocadiscos que su abuelo le dio por su cumpleaños 18. Siempre tuvo alma de viejo altanero. Le gustaba alimentar palomas y guacharacas, tenía como plan de vacaciones de fin de año bajar el Magdalena y pescar con sus tíos. En alguno de esos viajes, de mera casualidad, su lancha a vapor casi choca con la vieja canoa de Hernando Pino Vallejo; ni cuenta se dieron.

A los 27 años conoció a Eduarda, hija de Gaspar Barragán y de Gladys Liévano. Una mujer correcta. Nunca dijo una grosería ni tuvo un mal momento. Se iba de primeras en las fiestas, siempre regalaba tenedores y cucharas en los matrimonios, y jamás se le vio tomando una cerveza en la calle. Había crecido con evidentes necesidades. 10 hermanos que dependían de ella y un montón de problemas por la tierra de sus tíos. Era una mujer agresiva que sabía dar amor a quien se lo mereciese. Brusca, como las cordilleras que adornaban la casa de Gaspar, supo darle amor a Manuel. Dos hijos, 15 años de matrimonio y una historia de amor y desamor que atormentaría por siempre la cabeza de Ancizar.

El día de su matrimonio se dijeron a sí mismos una promesa premurosa: hasta que la muerte nos separe. Intercambiaron anillos, se compartieron gustos y disgustos, vida y muerte compartidas por dos almas marcadas por la marginalidad, la violencia y la tensa soledad del altiplano.

“El rumor que siempre recorrió Honda fue que Manuel mató a Eduarda. Nunca tuve pruebas, Manuel nunca hablo de ello”, comentaba años después Hilda a su esposo.

Eduarda Barragán Liévano vivió por muchos años criando a sus hermanos y trabajando para darles educación. Pasó muchas necesidades, y se supo, por boca de Manuel, que Don Gaspar fue un condecorado soldado. Un hombre milenario que vivió los tiempos crudos de la violencia bipartidista. Tuvo que hacer guardia por muchos años en Pamplona, Medellín y en Bucaramanga. Todos sospecharon que el abuelo a alguien había matado. Su hija Eduarda, la mayor, siempre fue curiosa y despierta. Charlaba con los tíos y se burlaba de las cosas más obvios y simples de la vida rural.

Cuando conoció a Manuel le cambió la vida. Manuel, igual de terco y necio que su papá, supo darle unos primeros años de amor y rezongues.

-. Si Manuel la mató, eso si no sé. Lo que sé es que tuvieron dos hijos: Manuel Ricardo y Zenaida. A ambos los conocí, pero nunca me dirigieron la palabra. Eran bastante estirados para mi gusto, trataban al papá como un Banco. En fin, Zenaida me caía mejor.

Un día fuimos supuestamente a almorzar con los hijos y con la hermana. Esa gente me miró de arriba abajo. Se burlaron de cómo me sentaba, de la manera en que agarré la cuchara. Me hicieron sentir harapienta y desaliñada. Si lo era, pero ¿a quién le gusta que lo miren como escoria?

Me fui llorando. Manuel me alcanzó, me abrazó y nos fuimos de nuevo a Honda. Nunca volvimos a hablar del tema ni de sus hijos.

Cuando lo vi muerto se me partió el alma. Me sentí cansada, destruida y maltratada. Mi Manolito, mi viejito. ¿cómo le van a hacer eso a un hombre tan amplio y formal? ¿Qué había hecho yo para que la muerte me persiguiera por cada jodido rincón del país?

Volví a casa deshecha. Me senté en la cama y diga usted que unas tres horas después reaccioné. La hermana llegó llorando y limpió la casa. Fuimos a ver el cuerpo. Varios disparos en el pecho y la cara.

Lo velaron. Trasnochamos a punta de tinto y pan. La funeraria olía a canela. Me dolía la cabeza.

Manuel Ancizar Cespedes fue enterrado a las 4:40 de la tarde del miércoles. Hilda estaba temblando y la hermana de Ancizar estaba arrodillada. La sala de velación se llenó de olor a almizcle y canela.

Volví a la casa de Manuel. Tendí la cama y barrí por debajo de la nevera. Llamé a Cristina, la hermana de Manuel. Le di las llaves. Fui a parar de nuevo a la habitación donde siempre había vivido. Me encerré una semana a dormir.

 

IX

Repite conmigo: “Hernando, apaga la puta llama”.

Pino miraba de nuevo por el pomo de la puerta. Llamaba a Hilda, pero nada más emitía sonidos en la casa.

Se desconsoló.

Tomó una ducha a medias y salió con olor a jabón azul. Se vistió con ropa sucia que siempre dejaba en el suelo. Salió a tomar el aire mientras los pájaros le advertían la muerte de su esposa. Los ignoró. Tomó de nuevo el machete ubicado detrás de la puerta en la puntilla que Hilda había clavado. Lo desenvainó e intento raspar el piso con él. Lo tiró al suelo y retomó su camino.

Volvió a sentarse en la entrada a la puerta. Otra vez de día. Puso de nuevo la olleta con el agua rebosante de café. Se acomodó. Sacó los fósforos y los untó de sudor, prendió el cigarrillo por la mitad y se quemó de nuevo los dedos.

- “Hilda, levántate vieja. Apúrate, mujer”, gritaba mientras inexorablemente se evaporaba el agua de la oxidada olleta de café. Sus gritos fueron olvidados por el ruido de las paredes amarillentas.

“Apúrate vieja, todo perdona menos los maestrillos del chinito. Apúrate que se nos va el camión de la leche”. Nadie respondía.

El anciano se quedó inmóvil, se acurrucó en el suelo y volvió a quedarse dormido.

Corría el año 2005 cuando Hilda Isabel murió. Pino lo notó dos meses después. Quedó absolutamente solo.

  

X

Luego de la muerte de Ancizar, Hilda Isabel permaneció por muchos días alejada. No hablaba con nadie, su mirada se perdía y prefería estar dormida.

Volvía a anotar en su diario: “Amo las cosas que pasan mientras sigo muerta en vida. Aguzo mi vista y veo por entre las ventanas. Pasan los carros y las gentes. Me sumerjo en esa vista panorámica, imbécil y pesimista. Soy lo que soy por la dureza con la que mis ojos miran mi vulnerabilidad”.

Un día decidió levantarse y volvió a la oficina. Todos se quedaron atónitos. La miraron como si la muerte fuese ella. Se sentó de nuevo en su silla de oficina. Revolvió las cartas de Ancizar y contestó la correspondencia de días anteriores. Limpió el escritorio y dejó todo pulcro. Al finalizar, cerró el escritorio y se dirigió a la basura que tenía Ancizar bajo su escritorio.

Se encontró con un papel con mala escritura: “Vamos por ti, perro hijueputa. Por ti, por sapo y por comunista.”

Hilda lo entendió.

Cerró todo y botó lo sobrante a la basura. Paso por su escritorio y recogió su pluma, sus crayolas y los dibujitos que hacía en las tardes de aburrimiento.

Se fue, con las manos llenas de papeles, y jamás volvió al buffet de Ancizar.

La gente la olvidó.

Siguió viviendo en la casa de Doña Azucena mientras hacía barbachitas cortas: cuidaba los pelaitos vecinos, lavaba la ropa con doña Azucena y ayudaba en la pollería de la esquina. Así duró lo que faltaba del 71 y todo el 72. Se volvió reconocida en toda Honda por su solidaridad y su dureza. Los niños la reconocían y entre los vecinos ya le decían la profe.

También volvió a la casa de los Campos, sus papás y Criseldo estuvieron felices de verla. La mimaron y le recordaron todo el potencial que tenía. La mandaron con plata, con dos maletas llenas de ropa y con plátanos, mandarinas, una gallina, yuca y guayabas.

Dedicó el tiempo después de la muerte de su primer amor, para convertirse en mujer. Volvió a sonreír. Descubrió su gusto por la pintura y por el teatro. En 1973, el pelao que le aviso de la muerte de Ancizar, Roberto Caicedo, le llevó una carta. Ramírez, el juez amigo de Ancizar, le había hablado a Caicedo el de la Caja Agraria, y le recomendó que le hiciera una entrevista a Hilda Isabel.

Sorprendida, corrió a arreglarse. Se presentó y, al cabo de dos semanas, ya estaba trabajando en la Caja Agraria de Honda.

Corría el año 73 cuando, por vez primera, vio a Hernando Pino Vallejo.

Ese recuerdo de Hernando le llegó varias veces a la mente: cuando Verónica dejó de respirar, cuando Criseldo llegó en bolsas negras a la puerta de la casa y cuando mataron a Emma.

La muerte y el olor a canela los perseguiría desde ese día. Fue amor a primera vista y ambos lo entendieron.

 

SEGUNDA PARTE

LA CASA DE LOS CAMPOS

 

Honda, como todo el Tolima, siempre fue habitada por la implacable violencia. Los abuelos de la región nos contaban de la trascendencia del puerto y de cómo los abuelos de sus abuelos sabían que estaban en un municipio milenario. Honda, descubierta en el siglo XVI, pero fundada cientos de años antes, fue la ciudad de mis ancestros. Soy de allí, soy de Bogotá, y también soy de todas partes. Mis padres son del Tolima, mis abuelos son de Manizales y mis hijos son de la capital.

 

XI

Trabajando en el campo, sembrando café y con más carencias que oportunidades, el joven Teodolindo Campos, cuidó a sus hermanitos y su madre. Por muchos años vivió en la cordillera, cerca de Icononzo, pueblo protagonista de la Violencia, y donde se cuenta que el cura acompañaba la volquetada de muertos para echarlos por el precipicio del puente natural. Ese pueblito, pequeño y enmontado, vio más muertos de lo que se puede contar. Con ese contexto violento, Teodolindo había vivido desde pequeño entre la pobreza, eran 11 hermanos -contando a los que se le vinieron a doña Alba-, creció jugando con lagartijas y ratones, cuidando las matas de café, el tomate y todas las bendiciones, como le decía Alba, que cosechaban en la cordillera. Ninguno aprendió a leer, solo sabían arar y labrar.

Los años eran pasto comido por vacas, mientras los niños se criaban entre la zozobra y la desnutrición. Alguna vez sus padres discutieron por la cantidad de hijos e hijas; eran muchas bocas y poco trabajo. Doña Alba y su padre se daban golpes de pecho por la miserable vida que llevaban entre lágrimas y matorrales.

Un día los pájaros de silbido hondo empezaron a cantar.

Cuando cumplió 13, Teodolindo fue testigo del pleito de su taita con el vecino de la finca de al lado. Alba y los niños se angustiaban permanentemente por la posibilidad de que por una chanza jugando tejo las cosas se agravaran. Los insultos no faltaron, y las constantes amenazas de arrancarse las pestañas y quemarle la finca al otro no se hicieron esperar. Tanta habladuría traería sus lamentables frutos secos.

Don Ignacio, el vecino del lado, un día no se aguantó la guacherna y mató a su padre a machetazos. Los mayores tuvieron que recoger las piezas ensangrentadas del cuerpo de Alberto 'Beto' Campos, y Teodolindo fue quién tuvo que llevar la cabeza. Soñó varias veces con la muerte, la cabeza de su padre lo miraba desde la penumbra. Su vida, y la de su familia, estará perpetuamente ligada a la intolerancia, los machetes y, como no podía falta, el rencor.

No faltó tiempo para que las deudas los ahogaran y doña Alba, que siempre confió en las bendiciones del campo tolimense, dejó su tierra por obra y gracia de la violencia y la desidia. La mujer campesina ya entrada en años quedó con 11 bocas por alimentar; algunos se fueron a trabajar como peones, otras decidieron irse a buscar mejor vida o dedicarse a ser trabajadoras del servicio.

Una de sus hijas, Edelmira, terminó cuidando a los nietos del que asesinó a su padre. Teodolindo no aguantó ver la humillación de su familia y decidió irse caminando, a sus 17 años, al puerto de Honda. Su papá siempre habló del Magdalena, las chalupas, el agua turbia y la pesca.

El viaje le duró 3 semanas. Se fue a pie y recaló en las chazas donde los arrieros se sentaban a almorzar. Sin mucho dinero, tuvo que ir pidiendo comida y posada con la promesa de volver a pagar todo cuando la virgen se lo permitiera. Teodolindo anduvo solo y vio la dureza de los caminos reales en su trayecto a Honda, vivió un tiempo en los cruces de caminos, y varias veces lo intentaron robar y violentar. Teodolindo se mantuvo intacto, hermético y sobrio; como todos aquellos que pierden a sus padres desde niños.

Se volvió un adulto machacado, una fruta madurada a los golpes. La vida en aquellos años se trataba de crecer a la fuerza.

Lo de huérfano le duró poco tiempo. Caminando y andando por los caminos destapados de Honda se encontró con una familia de campesinos, los Noriega, donde lo dejaron trabajar al jornal y donde por mucho tiempo fue querido como un hijo. El joven, que con 19 años ya había vivido más que todos sus compañeros de jornal, empezó a trabajar como peón. Largas jornadas de sembrar, recolectar, cortar, traer, mandar, coser, bajar y subir; fueron intercaladas con charlas placenteras con los otros peones y los chorritos de aguardiente y guarapo que don Centurio Noriega a veces les tiraba.

La casa de los Noriega era pequeña pero acogedora. Un imponente beneficiadero se plantaba cerca a los platanales, el panorama era verde piquiña y se oía honda y pútridamente los gritos de las aves condenadas. Además, en la finca solían aparecer los pichurros, las aves de escamas purpuras, los cacharreros y las tilupinas. Los peones a menudo se encontraban maravillados por los animales que salían del rio y de su periferia.

Coqueto como su padre, Teodolindo le echó el ojo a la hija menor de los Noriega, una tal Blanca. La niña, 7 años menor que él, no aguantó los piropos del joven peón. Los hermanos y don Centurio lo sacaron corriendo a planazos y, de nuevo, tuvo que huir a buscar fortuna entre la necesidad, los caminos de piedra y la tensa soledad que provocan las montañas del Tolima.

El joven cayó un tiempo en la desesperación. Se limitó a vivir de lo mínimo y la miseria de los que pasaban por los caminos.

Se decidió, no se iba a buscar problemas ni la muerte como su taita lo hizo. Caminó y caminó hasta que los pies se le ampollaron. Buscó una excusa para volver, pero no la halló. Su Tolima del alma era un charco con caimanes. Corría el año 1890 cuando Teodolindo se enteró de un tal Núñez, de Caro y de Holguín. Nada de eso le importaba, ni a él ni a sus compañeros de jornal.

De jornal en jornal, esta vez, sin dejarse llevar por la belleza de las hijas de los patrones, Teodolindo ahorró y se guardó la plata entre las medias sucias y el colchón harapiento que consiguió en sus primeros años en Manizales. Supo de la guerra de finales de siglo, pero no lo afectó tanto como a los peones liquidados en el Sumapaz. Camelló por años y años, supo tomar guarapo hasta desfallecer y bailar como trompo en las marranadas de don Eustaquio. Camelló hasta que las manos se le ensangrentaron, los pies se le torcieron y la espalda se le convirtió en un signo de interrogación. La vida era dura para quién vive del licor, su jornal y las penas.

En una pollería, debió ser en mayo o junio de 1902, conoció a Zaturia Gutiérrez. Para aquellos años, Teodolindo ya posaba como un pealo con plata entre los campesinos manizalitas, que empezaba a hacer sus primeros negocios y que portaba entre ceja y ceja, la idea de comprarse un lote para su casita. Zaturia era la menor de 3 hermanos, hijos de Pedro y Antonia, oriundos de Caldas y herederos perpetuos de los sembradíos de café. Con solo 14 años, Teodolindo pidió la mano de Zaturia, lo aceptaron. Le dieron a la niña de la casa entre lágrimas y carencia, y al poco tiempo ya estaba embarazada de Teodolindo Manuel. Así eran las uniones en el Tolima y en Caldas, y en la mayor parte del país, más por estabilidad que por amor.

Se dedicaron a trabajar y a criar restrictivamente a sus hijos. Vivieron por mucho tiempo en una de las casas adjuntas del papá de Zaturia, que vio en Teodolindo un verdadero patrón. Le enseñó sobre el café; pasaron días y noches en vela estudiando cómo mejorar el grano, la maldición de la roya y cómo prevenir las heladas. Ambos, yerno y suegro, perfeccionaron las técnicas cafeteras de los Campos.

Don Teodolindo tenía 49 años y Zaturia 32 cuando nació Augusto Campos, su quinto y último hijo. Ya con una familia grande, producto de las jornadas de manos con sangre y poco derroche, la familia se encargó de construir una casa de dos plantas en la semiruralidad de Manizales. La gente empezó a respetar a Teodolindo, pudo ayudar a sus hermanos y hermanas y conformó un pequeño emporio de exportación cafetero y de frutales cuando el país apenas se encontraba en la liberalización de la economía. Zaturia fue mejor conocida por sus habilidades como sastre y por sus guisados de pato a la naranja con pedacitos de tilupinas.

La familia Campos Gutiérrez vivió bastos lustros de bonanza y agasajo. Los chiquillos fueron creciendo de a poco, mientras visitaban a sus abuelos y fueron aprendiendo de a poco a leer. La pareja vivía feliz, complacida de los buenos tiempos y de la prosperidad cafetera. Entre besos y muchas discusiones, el paisaje del Nevado fue escenario de la vida agraciada de Teodolindo y Zaturia.

Después de tanto dolor, la vida de Teodolindo fluyó como el río. Los años buenos, sin embargo, son efímeros tal como las bonanzas cafeteras.

Corría el año 30 cuando supieron de un tal Olaya, Augustico tenía 10 años, y la muerte lo agarró sin piedad ni aviso. Su meta fue siempre darles la mejor educación a sus hijos y la mejor vida a Zaturia. No lo logró, y con el dolor que deja en los huesos el trabajo al rayo del sol, Teodolindo murió con 59 años en la casa que construyó para sus hijos. El café, sin embargo, fue su mejor herencia.

Lo enterraron en el cementerio local y Zaturia, eterna enamorada, llevó a los cinco niños cada domingo a visitarlo. Siempre lloraron, siempre bendijeron el nombre del padre y, se prometieron tímidamente, llevar su nombre por lo alto.

De ellos, Augusto fue el que mayor docilidad encontró en el campo. No salía a bailar, ni se buscaba problemas. Fue un niño cerrado durante los primeros meses luego de la muerte de su padre; luego, encontró en los cafetales y en la veterinaria lo que los humanos no le daban: agradecimiento. Creció y acompañó a su madre, mientras todos y cada uno de sus hermanos iba y venía. Siempre con novias nuevas y con hijos desnutridos. Augusto acompañó a Zaturia toda su vida, hasta que la muerte se le metió entre las cobijas y un día de enero se la llevó. Augusto ya estaba preparado, él también oía lo que los pájaros le decían sobre la muerte.

Tan pronto murió Zaturia, todos sus hermanos llegaron a pelearle la casa. Augusto no cedió, les fue dando dinero de a puñaditos, y se consolidó en la finca que su papá construyó. Extrañamente, todos quienes ponían un pie en la casa eran horriblemente sorprendidos por la enfermedad o los accidentes. Primero fue Teodolindo hijo, que murió por una cortada con un machete; luego fue Argemiro, que se enfermó un día y se puso verde como una iguana. Los otros dos hermanos nunca volvieron, jamás se supo de ellos y, aparentemente, uno murió a tiros en la capital y otro se fue a vivir al Ecuador.

La muerte perseguía la familia y de ahí fue que llegó el augurio del olor a canela. Cuando murió Teodolindo, la casa apestaba a almizcle. Los días pasaron y la habitación se colmó de canela. Zaturia siempre fue religiosa, y más que dolor aquel olor le dio paz tras la muerte de su marido. Con la velación de su papá, su mamá y sus hermanos, en la sala de estar de la casa, el olor a canela se hizo permanente. Fue tan penetrante y angustioso el olor, que lo más común era preguntar: ¿esta vez por quién huele a canela?

En el patio de la casa de los Campos, se enterraron parte de los huesos de todos los familiares fallecidos. Bendición y maldición de la familia, Augusto Campos supo seguir adelante y convertirse en uno de los patriarcas regionales viviendo, como siempre, en la casa de los Campos.

El olor siempre fue misterioso; salía humeante desde el suelo, como si la vida le recordara a Augusto el dolor de la espalda de su padre, la sangre derramada de su abuelo y la inocencia perdida de su madre. El olor a canela se convirtió en fatídico símbolo de la tensa calma y el desahucio en su hogar.

 

XII

Sembrar café es levantarse temprano y acostarse apenas oscurece. Como las familias de antes, que cenaban a las 5 de la tarde, y ya a las 5 am estaban echando tinto con los gallos subidos a las ramas, así era la de don Augusto Campos. Se despertaba antes de que los gallos balbucearan y que las lechuzas, muy comunes en el Viejo Caldas, echar a volar buscando su nido.

Vivió toda la emergencia liberal en el país, mientras él obstinadamente se convertía en un devoto partidario de Olaya y Santos, y con 18 años tuvo que afrontar la muerte de su madre y la cruda violencia del país. Corría el año 1948, cuando Augusto Campos vió morir a sus amigos del Tolima, sus compadres capitalinos y a la bonanza de su exótica finca.

Ese mismo año, curiosamente, marcaría el año de la muerte de El Cabro, un reconocido pintor capitalino amigo del mismísimo Jorge Eliecer Gaitán. Dejaba una esposa viuda y un hijo que nunca crio en la pacífica y delirante Honda.

La violencia trajo consigo el desplazamiento de muchos campesinos. Casualmente, una familia conservadora, los Rodríguez Orejuela ocuparon una de las casas cercanas. Sonaron los pájaros de escamas amarillas y Augusto intuyó la llegada de buenas compañías. Los hermanos mayores se hicieron amigos y socios de Augusto, que supo retomar el modesto negocio cafetero mientras exportaba plátano y piel de mequetrefe y tilupinas al norte griego y a las islas mediterráneas. Idéntico a su padre, por su físico y berraquera, Augusto Campos dejó las necesidades de lado, remodeló la casa de los Campos y le hizo un amplio patio de visitas, un segundo piso con balcón y puso varios beneficiaderos y galpones.

El futuro era promisorio para el menor de los Campos, mientras su hacienda se volvía conocida en todo el país. El café de los Campos fue por muchos años reconocido como uno de los mejores en el occidente colombiano.

Un día, de esos que no se olvidan, Lina Isabel Rodríguez puso un pie en su casa. Era la hermana de los Rodríguez, y acababa de volver de estudiar taquigrafía en la capital. Ahora, con la misión de cuidar a sus padres y atajar la locura de sus hermanos, Lina Isabel se presentaba a la casa de uno de sus socios: Augusto, heredero de la Casa de los Campos.

Tenían justo la misma edad, pero él se veía un tanto mayor. La primera impresión fue pésima, la segunda mejoró -por obra y gracia del pato a la naranja y el juego de tamarindo-, y en la tercera, Augusto se lo dejó saber:

- “Cásate conmigo, Lina Isabel. Lo doy todo por ti, mis ancestros lo saben. Soy por ti, como soy por el campo”, le dedicó en una carta de papel mantequilla con una rúbrica de zarzamora.

Ella lo miró sorprendida. Tenían 21 años y una vida para tomar las peores decisiones posibles. Lo hablo con sus padres y hermanos, lo meditó en su cuarto mientras miraba hacia el volcán. Una tarde noche, en medio de las merenditas de colación y jugo de guayaba, lo decidió. Envió una carta de vuelta, en un sobre verde con un pastel de limón, y le mencionó su urgencia de fidelidad:

“Ahora yo soy el campo, Augusto. Que los cafetales no se marchiten, ni que la muerte nos separe.”

LI

Sus corazones se llenaron de júbilo. En los cafetales la bonanza se profundizó y se casaron una tarde de agosto. El matrimonio fue celebrado por todos los amigos y socios de las dos familias. Era una unión estratégica amparada en el amor; los Centeno, los Piñeros, la pareja Valenzuela, los Figueroa, los Buendía y los Santiesteban enviaron magníficos regalos. Vivos y muertos saciaron sus pecaminosos anhelos de aguardiente, guarapo, brandy, tamales, lechona, carne de tilupina y patas de arracayán. El despilfarro no hizo falta y, aunque nadie lo sospechó, el olor a canela se hizo presente al final de aquel oprobioso fin de semana.

Luego de los gozosos vendrían los dolorosos. 46 de los 500 invitados se intoxicaron por la furia del festín. 20 se estrellaron hacia sus casas y 3 murieron atragantados por las espinas de tilupina. El amor, como solía percibirse en aquellos años, estuvo lamentablemente acompañado por la muerte.

Mientras el cementerio local se plagaba de varios de los invitados de la fiesta, Lina y Augusto fueron de luna de miel al mar. Entre palmeras, sexo en la playa y merienditas de café con leche y galletas de coco, encargarían a sus hijos mellizos: Criseldo e Hilda Isabel. Ambos nacieron un 12 de junio del 55. Al nacimiento llegaron visitantes de todos los rincones del país, unos llevaron panes y dulces, otros regalaron vestidos, zapatos y velas del norte del mundo. Los niños se convirtieron en el orgullo de los Rodríguez Orejuela, mientras la casa de los Campos les servía de escenario para su teatral niñez.

Las galletas de coco, no obstante, fueron tan comunes que Lina desarrolló una extraña alergia a ellas. Los niños se reían con Augusto, mientras Lina se ponía purpura como una berenjena e inhalaba con dificultad.

En otro punto del país, específicamente en Honda, diez años antes nacía Hernando ‘El Cabrito’ Pino Vallejo. Hijo del pintor Francisco ‘El cabro’ Pino, autor de las obras que por muchos años adornaron el edificio de la Aerolínea de Colombia, el Banco de Oriente y la escuela de música de Gaspar Bhraktyaj. Hernando no heredó más que temores por su padre y, al contrario de él, nunca se interesó por el arte o las humanidades. La violencia también le quitó lo que el campo supo darle.

Hilda Isabel, en honor a la tatarabuela, fue bautizada junto a su hermano en la capilla del Sagrado Corazón de Cristo, un primero de agosto de 55. Creció siendo niña de coro, devota y amante del café pintado de su tío Martín Rodríguez. Criseldo, por su parte, aprendió a atender ganado y se nutrió de las bondades de la botánica. Vivió por muchos años en la casa de los Campos, y antes de los 15 se fue a vivir a la capital del país. Ya no quería ser veterinario ni botánico, ahora sería ingeniero civil.

El panorama fue diferente para la muñequita de cerámica que era Hilda. Su destino estaba marcado por su abuelita Verónica: “Serás una monja, y morirás santa como mi tía Jacinta”. El anhelo de beatificación les duró poco. Hilda abandonó la casa paterna a los 16 años, trabajo por unos meses en el buffet de Don Manuel Ancizar Cespedes, y se casó con ‘El cabrito’, con quien en el 75 tendría su primera hija, Verónica, como su abuela.

Augusto vio como sus hijos abandonaban la casa que lo vió nacer. Lloró de nuevo, por última vez, mientras Lina le acariciaba cariñosamente la cabeza. La pareja cayó de a poco en la intransigencia, el negocio familiar se convirtió en una silueta de lo que fue en años anteriores. Aun así, el café salía a flote por pequeños periodos, y la que alguna vez fue una prospera casa de dos pisos se fue convirtiendo en un triste claustro del desahucio. Las botellas de Ron y Brandy esta vez auguraron la tristeza.

Lina Isabel siguió con sus trabajos comunales y su vínculo con la iglesia de Manizales se fortaleció. Sirvió por muchos años como madre comunal para los niños abandonados del pueblo, invirtió parte de la fortuna de los Campos en construir un hospital, un parque para niños de escasos recursos y el primer centro de auxilio para perros y gatos en el Viejo Caldas. Augusto siguió con el café, invirtió en varios lotes y finca raíz, y se obstinó, como muchos, a ver la crudeza de la sociedad todos los días de 7 a 9 pm.

Dentro de todo, los Campos invirtieron el agradecimiento del campo y de la veterinaria en la sociedad vulnerable. La vida les reivindicó los esfuerzos familiares, aunque de a poco la ausencia los fue endureciendo.

Augusto no volvió a sonreír mucho, y se dedicó al fútbol y las tabernas. Lina, lentamente, se convirtió en su suegra mientras cuidaba a la abuela Verónica y regalaba heladitos de tamarindo a los niños en las tardes calurosas.

El campo les dio la paz que la violencia lentamente les quitaría.

 

XIII

Un día fatídico como cualquier otro, el diario El Minutero de Bogotá, publicó en su edición matutina:

¡Indignante! Criseldo Campos asesinado y descuartizado.

Sus familiares ruegan por justicia

 

BOGOTÁ D.C. (Por Milton Hurtado) (9) La mañana del 13 de octubre del año 1993 se plagó de sombras y luto por el lamentable y sádico asesinato de Criseldo Campos Rodríguez. El arquitecto, que desde el mes de agosto había denunciado la extorsión por hombres aún no identificados, había viajado con su esposa e hijo a la ciudad de Manizales. Durante los primeros días de octubre viajó solo a la capital, donde fue mordazmente torturado y descuartizado. Sus partes fueron enviadas a la casa de sus familiares. La armada nacional y las fuerzas especiales del TCI investigan lo ocurrido y ofrecen una jugosa recompensa por los responsables (Continua en la página 8B)

Las bolsas llegaron por etapas, al mejor estilo del sicariato antioqueño. Los pies llegaron primero, para recordarle a Augusto y Lina que les seguían el paso donde sea que estuvieran. El corazón llegó envuelto en un periódico del día en que se anunció el apoyo de Criseldo a los sindicatos distritales; las piernas y brazos en papel aluminio y la cabeza en una sábana. El horror perpetró la casa de los Campos y una nota con mala ortografía les profetizo el destierro:

“Los bamos a persegir donde sea que estén, perros hijueputas de isquierda.”

La familia veló y enterró las partes de Criseldo con sigilo y ternura. El olor a canela impregno la vereda, Manizales y todo el occidente y centro del país.

La violencia acababa con la alteridad y con el hijo de los Campos. No fue el único, aunque la historia de aquellos jóvenes valientes aún está por escribir.

 

 

XIV

 

“Usted, Hernando Pino Vallejo, ¿acepta a Hilda Isabel Campos como su esposa?”

-   “Acepto”.

“Y usted, Hilda, ¿acepta a Hernando Pino Vallejo como su esposo?”

 

El aire de la capilla se puso extrañamente pesado y caliente. Los ojos de ajenos y amigos se posaron en Hilda Isabel Campos. Recordó, antes de balbucear una respuesta, la primera vez que fue a cazar con su padre y su hermano Criseldo. Don Augusto, bien conocido por su corpulencia y su valentía, llevó a su hermano y a ella por los trópicos nacionales. Les enredó entre los bolsos, varios pares de medias, anzuelos y cabuya, un kit de primeros auxilios en el de Hilda y una ración de comida para los tres en el bolso de Criseldo.

Caminaron por horas, y se llenaron de pelusas y cadillos los pantalones. Por fín lo vieron: el terrascapín moreno, cubierto de pelos y manchas anaranjadas, que Augusto tanto quería poner sobre el cuadro de la Virgen del Carmen en la sala de estar. Dirigió su escopeta hacía el horizonte, meditó varios segundos y se detuvo.

Respiró varias veces. No pestañeó y su mirada se fue tornando colérica hacia el animal. Sus manos sudorosas en el rifle, la tarde que empezaba a culminar. El viento y la angustia colmada sobre el terracaspín. Llegaba la hora del juicio.

Atónitos los muchachos murmuraron, su padre apunto el arma al suelo. Detuvo su respiración y volvió a apuntar. Fijo su tiro a la cabeza y no falló. El animal intentó huir, pero allí llegó Criseldo y culminó la faena. Hilda desapareció entre las matas de bore y las flores Beso de ángel. Se puso blanca como las nubes, y duró un rato largo sin emitir palabra ni quejido. Se extinguió, la muerte de lo inocente la había asesinado a ella también. Su castillo de amor y ternura se derramaba en la bala, la sangre, los machetazos, su padre respirando colérico y Criseldo arrebatando los últimos suspiros al animal.

Todos los detalles y sus agregados rebotaron sobre la mente de Hilda. Vomitó dos veces, se reincorporó y se volvió a desmayar. La muerte enfrente de ella era un presagio, una afirmación.

Se fue en silencio todo el viaje de vuelta, mientras Augusto y Criseldo cantaban música ranchera y chocaban sus zapatos contra el suelo. Ese día, al llegar a casa, Hilda lloró enfrente de Lina. Su madre la reconfortó, le acarició la cabeza y le recordó: “Hija, nada puede lastimarte. La vida es la cicatriz de una puñalada, y solo tú decides que hacer con ese dolor”.

Brevemente volvió en sí. Los asistentes murmuraban mientras Pino sudaba extasiado como un cabro que llevan al matadero.

Antes de emitir palabra, su padre le murmuró: “Mi Hilda, la vida es un campo de tiro. Nunca te dejes cazar”.

La joven, como si apuntara un arma hacia su presa y antes de hacerlo lo meditara, miró a Hernando Pinto de nuevo. Bajo la cabeza y volvió a apuntar.

-. “Acepto”, dijo con una voz fortalecida.

El matrimonio se consumó, y mientras las parejas arrojaban cálidamente arroz en la cabeza de los enamorados, Hilda se preguntó: ¿por qué la iglesia empezaba a oler lentamente a canela? Los niños y jóvenes cantaban al amor, mientras las tías fantaseaban con el futuro de sus hijos. La fiesta tuvo orquesta, brindis, baile y agasajo.

Augusto y Lina no pudieron disfrutar mucho, pues entre miradas se interrogaban la causa del olor a canela. Ambos se preguntaron, con más temor que zozobra: ¿Quién será el siguiente?

 

 

XV

Criseldo Campos Rodríguez fue un reconocido inversor, ingeniero y filántropo del centro del país. Por muchos años se dedicó al cuidado de los animales de la casa de sus padres, al cuidado y rescate de avispones y abejas y a la construcción con Bambú caldense, la cual enseñó con paciencia y cariño a su hijo Santiago y a su sobrino Emmanuel Hernando.

Desde niño fue un soñador empedernido, pasaba sus mañanas y tardes con el ganado, las gallinas y los perritos de la casa de los Campos. Dedicó su niñez, junto a su padre, a aprender la geometría de la naturaleza, las formas de los árboles y las montañas. Un día decidió que la veterinaria no era lo suyo, y decidió irse a estudiar a Bogotá, Ingeniera Civil. Ni sus padres ni Hilda lo entendieron, pero lo apoyaron.

A veces, y aunque parezca falso, es mejor dejar que los hijos hagan lo que tengan que hacer.

En la capital conoció a sus grandes amigos y colegas, que años después serían asesinados brutalmente. Siempre que se le preguntó, decía que lo mejor de aquellos años fue haber conocido a María Helena, su esposa y amante, madre de Santiago y fiel testigo de sus aventuras por toda Colombia.

Al terminar sus estudios, y esperando ya el nacimiento de su hijo, Criseldo abandonó la capital y se dirigió a trabajar en el departamento de Santander. Sabana de Torres fue el escenario ideal para entablar amistad con el gremio de constructores y sus asociados de la Umata. Supo vivir la muerte de sus más fieles amigos, la extinción de los miembros del sindicato de su empresa y la cruda matanza de los jóvenes en la noche de las velas rojas, donde murió su mejor amigo, Urbano Velandia.

Tuvo que ceder y por momento verse humillado por la influencia paramilitar en Sabana.

“Criseldo, usted no más préstele esa moto al ojiclarito ese los lunes y los martes. Él tiene sus razones, y es mejor no sacarles la rabia.”, le recomendó varias veces don Manuel Contreras, su jefe.

Una vez, llamando por teléfono, le mencionó a su padre:

-. “Papá, vos tenés que ser bien cauteloso con todo esto que te estoy contando. Esto está vuelto un mierdero. Alias Camilo es el que maneja toda esta zona, por lo que es petrolera y está llena de puteaderos. ¿Si te conté que pusieron una bomba en la casa donde antes vivíamos con Helena? No sé si nos buscaban a nosotros, pero esa gente quedo toda achicharrada y con esquirlas de vidrio en la carne.

Yo también he sufrido amenazas. A veces nos encerramos a llorar con Helena, porque no sabemos si nos van a hacer algo o a Santiaguito.

Que días el matón ese del zarco me volvió a dejar la moto por allá tirada. Llena de aceite y sangre. Hijueputas paracos. Esto está terrible Augusto, créeme.

Aquí uno se entera todos los días que echaron a alguien al pozo de los caimanes, que le hicieron la corbata a algún cristiano o que mataron a tiros a alguna puta.

Créeme, yo estoy que me voy de este hervidero…”

Logró huir como pudo. Días antes de Manuel Contreras, su jefe y amigo, tuvo que salir escondido en un costal emulando ser un racimo de plátanos. Luego de terminar su trabajo con el Agustín Codazzi, y después de ver cómo mataban a Joaquín, Norma, Rolando, Ramón, Celmira y Darío; la familia decidió salir corriendo de Sabana.

Después de varios años entre la masacre, el licor y los favores a paracos, Criseldo volvió a Bogotá. Ya tenía una familia, se había envejecido. Eso le hizo la violencia, lo volvió temeroso y sombrío. Al llegar a Bogotá, dígase por el año 1987, decidió abrir una empresa con la ayuda de Augusto y sus tíos maternos. Constructora Campos se convirtió en una de las empresas con mayor proyección a nivel nacional; construyó parques, apartamentos, mansiones y castillos.

Mientras Criseldo, llenaba sus bolsillos de dinero y cemento, un día recibió una dolorosa y angustiante llamada: “Manito, mataron a Urbano. Te salvaste de milagro viejito…”

Era Pacho, el hermano de Urbano. Criseldo se tendió a llorar.

El año 93 llegó con los embates de Escobar y el cartel de Medellín al gobierno de Gaviria. Llegó también con las amenazas que colmaron los ánimos de María Helena y Criseldo. Criseldo también fue un joven de izquierda que encontró en la UP su lugar en la vida.

Como muchos, también fue cruelmente asesinado. Su esposa e hijo quedaron solos, y sobre su tumba rezó eternamente el epitafio: “Aquí descansa Criseldo. Padre, amigo, ingeniero, veterinario y apicultor”.

El olor a canela llegaba donde fuera. Los tarritos de miel se llenaron de sangre, y la memoria de Santiago, nieto de los Campos, quedaría marcada por el resto de su vida.

 

XVI 

Señor, Pino Vallejo, ¿cierto?

-   “Si, soy yo. ¿Pueden decirme algo de la enfermedad de mi esposa?”

Espere un momento, lo llamaré cuando pueda verla.

Hernando Pino Vallejo, con un vaso de avena y unas galletas saladas, esperaba a su esposa.

Cabizbajo, Pino escribía, con la pluma que Roberto Caicedo le envío desde Atlanta, en su libreta:

 

Bogotá, 02 de enero de 2004.

 

Alguna vez mi padre me dio un cuadro llamado ‘crisis’. Siempre odié el cuadro, pero cobró sentido con el paso del tiempo. Hoy, como nunca, miro para atrás y siento con dolor el paso de los años. Mi madre, mi cuñado, mis hijos, todos muertos. Mi Hilda, mi amada Hilda, ahora enferma y atravesando este inevitable tratamiento. Yo la admiro, de verdad. La admiré el día que perdimos a Verónica y desconsoladamente me puse a beber. Ella me reconfortó, se sentó a mi lado y me contó del dolor que sufren las madres al perder a sus hijos. Yo la entendí, la amé y di todo por ella.

 

Luego paso lo de Criseldo. Mi cuñado, siempre tan alegre y dado a las comunidades, un verdadero amigo y ser humano. No sé qué fuimos en ese momento. Ver a su esposa intentando articular palabras mientras abríamos las bolsas de basura con su cuerpo. Hilda, mi amada Hilda, aun así, logró reconfortar a Lina y a Augusto. Ese día me explico lo del olor a canela y aprendí una valiosa lección para el resto de mi vida: no somos gente, ni nacimos para durar. No nacimos para ser felices, nacimos para hacerle el bien a los otros.

 

Mi amada Hilda, desde joven, siempre enfrentado el dolor. Por mi parte, no merezco nada. No sufro, ni siento. Solo lloro. Soy una Magdalena en vilo mientras Hilda le pone el pecho a la vida y a la muerte. Mi Porfirito también se fue, mi hijito. Ya hace un año que lo encontramos muerto en el apartamento. Mi hijo amado… Mi Emma, también… Fue hace tanto, mi hijo, mi orgullo, también muerto en esa curva y esa moto. Mis hijos, mi Hilda y yo. Todos muertos, pero yo muero con su recuerdo.

 

Lo voy a perder todo. Mi mamá Carmen, mi papá, mis hijos y mi Hilda.

Mis nietos, lean y recuerden a los que antes habitamos este país: aquí no hay futuro, mamá Carmen me lo dijo.

 

Cuando mis ojos miran hacia dentro mi mente se nubla

 

Con amor

 

Pinito

 

Reposó unos minutos mientras las lágrimas se le vertían en la camisa de cuadros que Hilda le regaló de cumpleaños. Se atrevió a llorar de nuevo, mientras las manos le temblaban y la voz se le cortaba.

¿El esposo de Hilda Isabel Campos se encuentra?

-   “Si señor, soy yo”.

“Lamento decirle que su esposa no está en el mejor de los estados. Ha perdido totalmente el apetito, no se quiere parar de la cama, y parece que tiene algo por decirle…”, exclamó el doctor treintañero.

-  “Enseguida voy, doctor”.

Pino bajo la cabeza. Guardo ágilmente la pluma con la que escribió en su libreta. Maldijo tres veces; dos a su suerte y una al cáncer de páncreas. Lloró profundamente, mientras transpiraba para salir de la melancolía que le daba recordar. Ató sus cordones, limpió su pantalón lleno de telarañas y polvo y se dirigió a la habitación 306, donde estaba Hilda.

Mientras el olor a canela consumía la habitación de Hilda, Pino rezongaba para sus adentros: “Maldito seas, Pino Vallejo”.

 

XVII

 

-. Luego de salir del buffet de Don Manuel Ancizar Cespedes, ingresé a la Caja Agraria en Honda. Por medio de Roberto Caicedo, hijo de uno de los colegas del director de la Caja, obtuve el trabajo. Cuando llegué todos los jóvenes hacían una larga y tediosa fila para darme sus cartas y sus saludos. Pelaitos colegiales, que ni sabían aún qué era trabajar, me daban barras de chocolate; los trabajadores del comercio de la esquina me dejaban flores, mientras mis compañeros cuarentones se acercaban a mi escritorio para decirme las morbosidades más bajas y asqueantes.

Muchas veces lloré, no puedo negarlo. Las compañeras me miraban con recelo, mientras yo intentaba llevar el registro de quiénes recibían préstamos y cuál era la constancia de que pagarían. Mi trabajo era más de oficina, mientras que el de Pino, María Elvira y Roberto era en el campo. Ellos debían corroborar que, lo que el campesino pusiera como justificación para el préstamo, fuese verídico.

Este paso era totalmente innecesario, desde mi punto de vista. Los campesinos tolimenses podrían ser muchas cosas, pero siempre, siempre, siempre, pagaban los préstamos para sus negocios en el campo. El año en que llegué a la Caja también fue importante para la inversión en la zona, los montos y el número de préstamos crecieron increíblemente. William García Miller, nuestro patrón en aquellos años, hacía un esfuerzo increíble por prestar a la mayor cantidad de gente posible y por cobrar cada peso.

Teníamos una sola misión y era que el número de préstamos se incrementara.

Todos los días me levantaba a las 5:30 am, me hacía un café, me bañaba y cepillaba mi cabello, desayunaba huevitos estrellados con pan, y me iba caminando hasta la Caja Agraria. A las 7:45 ingresábamos, llegábamos 15 minutos antes para tener las máquinas y todo el papeleo listo para la atención al público. El edificio ya envejecido, pintado con los tradicionales colores blanco, verde y amarillo; recibía diariamente a campesinos de la región. Recibí a varias mujeres que querían invertirle al negocio avícola, a varios jóvenes que querían devolverles el brillo a las fincas de sus padres y ponerlas a producir alguito, y a muchos tolimenses que fueron desplazados a mitad de siglo y seguían en el idilio de recuperar sus terrenos.

Cada señor y señora me hacían recordar a mis padres. Toda la vida trabajando por nosotros, los amo y recuerdo con todo el corazón. Sin embargo, irme fue una necesidad y nunca me arrepiento de ello.

Contando esta historia recuerdo siempre la casa de mis padres, Lina siempre me ayudó con el embarazo de Emma y Augusto seguía revisando los galpones y los sembradíos a diario. Mi mamá me ayudaba con Vero, que estaba chiquitica y le gustaba jugar con Santi, el hermano de mi hermano Criseldo. Ambos chinitos eran unas yayas, se parecen a Criseldo y a mí. Pinito si se quedó en Honda, él sabía que podíamos continuar por muchos años más en la Caja Agraria, y era mejor no sacarle la rabia a García Miller. Ese era jodido con las horas de llegada, las tarjetas marcadas y las horas de salida.

Recuerdo cuando nos dieron la noticia de mi Vero: todo era felicidad, todos estábamos con una sonrisota de oreja a oreja. Hernando y yo llevábamos muy poco, pero ya sabíamos que nos queríamos. Recuerdo que fue hasta la casa y le pidió mi mano a Lina y a Augusto. Al principio la decisión cayó con un poco de dolor, pero luego lo aceptaron y lo aprendieron a querer. Nos casamos un 14 de diciembre de 1973, yo tenía 18 años y Pino tenía 28, mi familia nos acompañó a ambos. Acogieron a Pinito, lo hicieron otro de sus hijos.

A Pinito le ha tocado muy duro, y cuando lo miro y él me mira con esas gafotas culo e’ vaso que usa, no puede sentirme menos enamorada. Su pelo oscurecido ya con canas, su figura chueca y esa pancita que crece como la mía. Él amó a Verónica, la miraba con la misma mirada de dolor y amor con la que Augusto me mira a mí. La familia se agrandó también porque Pino amaba los animales, en Honda teníamos 2 perros, 1 gato, 3 pericos, y miles de hormiguitas que se nos metían a la casa cuando Vero tiraba la comida al suelo.

En tiempos de Turbay, y toda esa tortura que le hizo a los pelaos de izquierda, iba a nacer mi Emmanuel. Todo estuvo bien con el embarazo y con el parto. Con Pinito, seguimos trabajando en la Caja Agraria, cuando nos enteramos de la enfermedad que tenía Verónica.

Ambos lloramos por varias horas, y Pino quedó como traumado después de que le dieron la noticia. La muerte de Vero nos dolió mucho, pero más a Pinito, no sé por qué.

Siempre le rogué a Dios porque mis hijos tuvieran su corazón. Como Pino hay pocos, como Hilda hay muchas. La muerte nos persigue a todas, y no es momento de mostrarme débil cuando parece que la vida me pone pruebas más duras cada día.

 

XVIII

-. “Hilda, mi Hilda, ¿dónde estás que no puedo verte?”

- “Aquí estoy Hernando, en mi cuarto. ¿Vos dónde carajos te metiste? Apaga la llama y tráete dos tinticos.”

Mi Hilda está empeorando cada día, pero al menos ya la tengo aquí en la casa. Yo también he empezado a sufrir de un mal todo extraño, el médico dice que es algo normal por mi edad y por todas las pérdidas que he tenido. Es algo con la memoria y con la capacidad que tengo para retener las ideas. Yo no lo quiero creer, necesito estar bien para mi Hilda y para visitar a mis hijos en el cementerio.

Lina Isabel, aún me ayuda. Ella me asiste con Hilda cuando yo necesito salir a pagar algún recibo o debo hacer alguna vuelta de la casa. Ella también quedó muy afectada por todo lo que ha pasado desde Verónica, a ella también se le murió un hijo. Nos comprendemos, y cuidando a Hilda me doy cuenta de lo mucho que la aprecio. Es como una segunda mamá Carmen para mí.

Mis problemas de la cabeza se han profundizado en los últimos días, sobre todo por el sufrimiento de mi Hilda. Ya no tiene cabello, ni le gusta comer. Solo echamos tinto todo el día. A veces me dice que le lea, que le cuente las historias de nuestra vida una y otra vez; Lina le cuenta las historias de su abuelo Teodolindo Campos, de los abuelos Nemesio y Verónica, le contamos las historias de Vero, Emma y Porfirio.

A veces ella se pone sus gafitas e intenta leer las cartas que nos envían los familiares desde Bogotá, o la llaman los primos Rodríguez para contarle cómo van las cosas con la constructora. Ella se queda estática, solo los escucha y sonríe.

A veces llora en silencio. No quiere dejarse ver débil ante Lina ni ante mí. Yo la amo, y daría mi vida por ella. También ha dejado de ser tan dura, supongo que sabe que eso solo empeora su enfermedad.

Está muy delgada y está amarilla como una flor. Mi Hilda… no me vayas a dejar solo. 

XIX 

-. “Hernando, amor. ¿Me escuchas bien? ¿Estás con Roberto y Elvira?

Me acaban de llamar del hospital del norte de Bogotá. Emmanuel se estrelló en la moto de Santiago, parece que está muerto”.

Roberto Caicedo y yo fuimos muy amigos; de hecho, lo seguimos siendo, aunque por distintas circunstancias él y toda la familia ya no vivan en Colombia. Roberto siempre fue un bacán. Me ayudó para comprar la moto con la que me iba de paseo con Hilda, me prestó para comprar la casita donde vivimos por un tiempo en Bogotá, y, lo que es más importante para mí, me escuchó y me consoló cuando pasó lo de Verónica.

Aunque nos conocíamos desde pequeños, la verdadera amistad se dio cuando ya estábamos viejos. Ya viéndonos con hijos, trabajando toda la vida en la Caja Agraria y siendo compadres; me parece que es como el hermano que nunca tuve. Claro, siempre hay otros amigos, pero nadie como mi compadre Roberto. A Elvirita también la llevo en mucha estima y respeto. Siempre cuidó a mis hijos como suyos, les enseñó sobre la vida y les brindó calidez cuando nosotros nos ocupábamos.

Fue en el año 1999; habíamos sobrevivido todo el narcotráfico, la hora Gaviria y a Pastrana diciendo que quería la paz. Habíamos sobrevivido a Escobar, a los de Cali, al Frente Nacional, al rocanrol y al swing. Habíamos sobrevivido la pérdida de nuestros padres y hermanos.

Pero… uno nunca está preparado para tantas pérdidas. Perder a alguien amado es algo muy berraco, y no se lo deseo a nadie.

Hilda me llamó ese 26 de julio para decirme que Emmanuel Hernando, mi hijo amado, se había matado. Es que es una sensación que uno luego no puede explicar. Es de asco, de vacío. Se le revuelven a uno las tripas cuando se da cuenta que la vida es una güevonada que se pierde en cualquier esquina. La vida no vale nada, no vale tener esperanza, ni querer ver a un hijo luciéndose o teniendo una buena carrera en el exterior.

Nada vale, cuando la muerte llega, llega.

Santiago también está destrozado. Iba con él en la moto y no entendemos como resultó con heridas tan leves. Salió vivo de milagro, ni sé cómo sobrevivió ese chueco, pero se lo agradezco a Dios. Al menos él pudo contarnos lo que pasó esa noche.

Me acuerdo cuando Emma estaba pequeñito. Siempre sonriente, él nació un añito antes de que perdiéramos a Vero. Nunca lo dije, pero tenerlo a él no nos dejó caernos a pedazos. Claro, nada nos iba a devolver a Verónica, pero al menos tenerlo nos hizo sentir acompañados en el dolor. La pérdida es una cuestión tan insípida, tan fría.

Mi chinito, cómo se fue a matar tan güevonamente.

Después de eso yo me perdí. Hilda y Porfirio intentaron consolarme, intentaban hacer planes los fines de semana y me decían que fuéramos a visitar a algunos familiares. Yo poco y nada les seguía la corriente. Prefería encerrarme a escuchar los clásicos que me gustaban en la juventud. Botellas y vasos, y cigarrillos a lo loco; mientras sonaba José José, Pedro Infante, Nino Bravo, y todas esas músicas pa’ llorar como pelaito despechado. Yo me perdí, me perdí en la bebida y en las estampitas.

Las cosas con Hilda se volvieron complicadas. Una noche me pasé de cervezas, la mandé a comer mierda y le pegué a la pared, a las puertas y rompí los platos. Me odio desde ese día. Hilda lloró como nunca, siguió llorando varios días y un día se fue para la casa de los Campos.

Yo no lo entendí, pasaron varias semanas y no volvía.

“Debo ir por tu mamá, Porfirito”.

-. “Pino, eres un borracho. Yo te amo papá, pero estás mal. Deja a mi mamá en paz. Déjala con la abuela Isabel que ella está bien.”

No me importó. Fui a buscar a mi amada, y allá pasó lo peor.

 

XX

Mientras Hilda lloraba desconsolada por la pérdida de sus hijos y la colera de su marido. Isabel le contaba a su hija cómo había sido perder a Criseldo y a Augusto en el mismo año.

-. “Hija, una nunca está preparada para perderlo todo. La vida es así, mijita. Yo te dije que casarte con Pino no te iba a dejar nada bueno. Mírame a mí, ahora viuda y sin Criseldo”.

Hilda la miraba fría y malhumorada. Se encerró en su habitación de infancia y volvió a pintar como cuando era niña. Recordó los paseos en los charcos, el sonido de los grillos, el olor a café secándose y el color de la montaña que daba, casualmente, hacia el Nevado del Ruíz. Pasaron los días y su ánimo mejoró, Lina mientras tanto le enseñaba a Porfirio a multiplicar, y a Mateo y Carla a leer.

Un día Pino volvió de la nada. Con la ropa sucia y con el aspecto de borracho capitalino, le pidió perdón a Hilda. Ella lo ignoró; sabía que las borracheras serían recurrentes. Lina dejó que se quedará esa noche en casa. Pino se emborrachó de nuevo, y entre botellas y botellas, tiró por el fregadero años de trabajo de los Campos.

Era el año 2001, cuando un incendio consumió la Casa de los Campos, y dejó a toda la familia a la intemperie. Pino se señaló como culpable del fuego, mientras en su mente se repetía la frase: “¡Pino, apaga la llama!” 

XXI

“¡Enfermera, venga un momento!” “Hágame un favor, venga.”

-. “Dígame, señora Campos”.

“¿Por qué no tengo cabello? ¿Por qué mis dientes se sienten tan blandos y frágiles? ¿Qué es esta pesadez en el alma que tengo? Señorita, respóndame.”

Pino: “Hilda, mi amor. Por fin despiertas… mi amor, pensé que ya no volvías a despertarte…

“Vete de acá, maldito. Vete de mi vida. Fue un error casarme contigo. Vete.”

Hilda se acurrucaba en su camilla recordando todo lo que había sido su vida. La niñez con Criseldo y con los primos, la huida a Honda y cuando conoció a Ancizar en su despacho. El cuidar de Pino, su colección de estampitas y de aviones del diario El Minutero. El primer diente de Verónica y los primeros pasos de Emmanuel. La vida y la muerte congregadas en una camilla. El suicidio de Porfirio, el tumor de Verónica y la curva que acabó con la vida de Emmanuel. Todo eso, al mismo tiempo.

-. “Mi Hilda también. Perdí a mi Hilda mucho tiempo antes de que ella muriera. Verónica, Emmanuel y Porfirio, mis tres hijos se murieron por mi culpa… yo no estuve para ellos. Yo debí buscar mejores médicos para Verónica; debí advertirle a Emma sobre no conducir borracho, y nunca debí dejar a Porfirito solo. Lo peor y quizás nadie lo sepa, es que por mi culpa se quemó la casa de los Campos”.

“Yo fui el que dejó esa llama prendida. Hilda me odia por eso y por todo. Soy un borracho, un infeliz”.

“Yo incendié la casa de los Campos”.

 

TERCERA PARTE

OLVIDOS

 

Parece ser, además, que todo lo que fuimos se desvanece. Somos solo en el pasado y, lamentablemente, el pasado es lo que más cambia en la vida.

 

 

XXII 

Doctor Martínez, buenos días. Hace varios días intento comunicarme con mi abuelo, Hernando Pino Vallejo… ¿Qué pasa con él, está enfermo? ¿Por qué nadie me responde?

-. Señorita, Carolina Pino…

Carla, me llamo. C – A – R – L – A

-. Entendido, Carla Pino Caicedo. A ver… Déjeme ver el expediente. Si, 051200. Pino Vallejo.

Tendrá que venir a visitar a su abuelo, señorita. Usted sabe que desde que pasó lo del último abuelito que se nos ahogó no podemos darnos el lujo de dejar olvidados a los viejitos. Venga y lo visita, vea que él se la pasa gritando que el fuego, y que Hilda, y que los hijos muertos y que los nietos. Venga que usted es la y su hermano son los únicos familiares que le conozco a Pino.

Si, iré pronto. Dígale a mi abuelo que allá lo veré, el 06 de mayo de 2019. Báñenlo, por favor, la última vez olía a mierda, café y meados. ¿No les da vergüenza tener a papá pino así? ¿No es suficiente con todo lo que pagamos?

-. Entendido señorita Carolina, tranquilícese. Aunque más vergüenza debería darle a usted y a su hermano por no visitar más a este señor…

Carla Juliana Pino Caicedo, nació el 09 de diciembre de 1998. Hija de Emmanuel Hernando y de Amanda Caicedo, hija de Roberto Caicedo. Fue la segunda hija de Emmanuel, y llenó de regocijo a una parte de la familia, mientras la otra se sumergía lentamente en el remordimiento y la desesperación. Su padre murió algunos meses después de su nacimiento, y dejó a su hermano y a ella sin ninguna idea de lo que era tener una figura paterna. Sumado a eso, Amanda se los llevó a ambos lejos, después del incendio en la casa de los Campos. Con la pensión de su papá y con algún dinero que Amanda recogía en su labor de vendedora, se habían instalado en un apartamentico lujoso en Bogotá.

Los Pino Caicedo poco supieron de la tormentosa vida de Hernando e Hilda después de eso. Las llamas se apagaron y las ruinas disimularon el olor a canela que se tenía en la casa desde que don Teodolindo Campos la construyó.

El tío Porfirio se había suicidado. No soportó la idea de ver a sus padres perdiendo la cordura, él mismo la perdió y, dedicado a los vicios, se rindió. Santiago ahora se encargaba del negocio familiar, y se puso como objetivo reconstruir la Casa de los Campos. Nunca se supo bien qué pasó realmente ese día en la moto con Emmanuel, pero era un siniestro que llevaba en el alma.

Cuando Hilda murió, murió en vida Hernando Pino Vallejo. Pasó años lamentándose en la casa de Mamá Carmen y, producto de la demencia que lo aquejaba, no pudo notar la muerte de su esposa. El cuerpo de Hilda Campos fue descubierto algunos días después de su fallecimiento en la cama que alguna vez fue de Carmen Vallejo.

Ya entrado en la viudez y la demencia, Pino fue encontrado semanas después merodeando por Honda, lamentándose intensamente por la muerte que lo perseguía y el olor a canela que tenía pegado a la ropa. Se repetía hasta el cansancio que debía quitarse ese olor a muerto que tenía en los huesos. Los niños lo miraban como un loco.

Hilda, sin embargo, si le dejó saber algo antes de morir en una nota que dejó en la mesita de noche que la acompañó hasta el día que murió:

“Te amo Hernando. Perdón por todo. Los niños quemaron la casa. No fue tu culpa…”

La muerte se llevó a los Pino Campos, la esperanza de las madres y los sueños de los taitas.

 

XXIII

-. Por azares del destino y de la vida me convertí en periodista. Mi infancia estuvo recortada por el dolor de mis padres, y partida por el entorno en el que crecí. El nombre Porfirio siempre me generó angustia y un dilema gigante: ¿Qué había hecho para ser castigado de esa manera? ¿Era acaso un odio existencial derivado de la insatisfacción de mis padres con su propio hijo? ¿O, acaso era una arbitrariedad, un simple bache de la vida que generó burlas y que llevó a compararme con un reconocido presidente mexicano? Mi figura espectral y desaliñada, fue siempre acarreada de un gusto exhaustivo por estar solo, permanecer callado y ser obediente.

Hilda y Pino son mi vida, es lo único que diré. Ahora, con el paso del tiempo, y luego de la muerte de mis dos hermanos puedo decir que el sentimiento no es compartido. Si, yo fui el menor de los tres hermanos Pino Vallejo, a mí me llevaban de la mano y me acompañaban al jardín infantil. A mí me montaban a carritos y columpios de donde caí, yo llegué con la cara ensangrentada de la escuela, yo jugaba con dinosaurios y carritos. Uno de hermano menor siempre lleva esa cruz de papel: la de ser el consentido, el niño de la casa, el llorón y el maleducado. Siempre creeré que esas son güevonadas que inventan los hermanos mayores para hacerlo reír o enojar a uno, sino ¿cómo explican que los hermanos mayores siempre sean los más conocidos, los más inteligentes, los más habladores…? Yo sí creo que el amor de Pino e Hilda se concentró en Vero y Emma, y no los culpo. Me hace sentir mejor ese amor desequilibrado e inequitativo, pero honesto.

No llegué a conocer realmente a Vero, mi hermanita, pero mamá decía que se parecía mucho al tío Criseldo. A veces sueño con ella, y me imagino cómo sería la vida con una hermana mayor que se preocupara, que cuidara a Hilda y a Pino. Una hermana que supiera ser dulce cuando se necesitara y dura como un cuchillo ante la adversidad. De Emma sí sé mucho. Él siempre fue mi mejor amigo. Nos acostumbramos a ir al colegio juntos, él me enseñó a jugar al fútbol y me presentó con su grupo de amigos. Por mi hermano conocí la amistad y, aunque no faltaron momentos donde quise acabarlo a golpes, siempre lo llevaré en mi corazón. Ahora mi hermanito ya no está, hace unos años falleció en un accidente. Yo también pienso en mi hermano y en la falta que me hace; a veces me encierro a llorar cuando veo el álbum rojo que nos tienen de fotos de la infancia.

Por ironía o por los propios avatares de la vida, yo, Porfirio Pino Campos, o cómo me dicen los colegas ‘PPC’, me convertí de golpe en el hermano mayor. Eso no se olvida fácilmente. Crecí viendo a mis papás trabajar como burros en la Caja Agraria, todo para que al final la cerraran y los despidieran como perros. Tuve que ir con Hilda a reconocer el cadáver de mi hermano; y ahora tengo que ver cómo Hilda se me muere en cada suspiro que da y Pino pierde la cabeza por gracia y obra de su misma voluntad de olvido.

La vida es miserable, y cuando uno crece rodeado de muerte y viendo cómo toda la sociedad se implosiona, no se tiene esperanza alguna. A veces creo que es una prueba o un sueño de esos malolientes y bullosos. Creo que en algún momento voy a despertar, y por justicia de la vida que siempre me marginó al silencio, voy a gritar tan fuerte que todo será perfecto. Hilda volverá a estar activa, feliz y tomando tinto todo el día; Pino volverá a coleccionar estampas en su cuarto y volverá a invitarnos a comer helado de ron y pasas los domingos en la tarde; Vero, Emma, el abuelo Augusto y el tío Criseldo volverán a la vida y celebraremos de nuevo en la casa de los Campos. Comeremos sancocho y escucharemos merengue y salsa, volveremos a la torta de ahuyama y de banano. La abuela Lina volverá a sonreír, mientras yo volveré a llorar en silencio mientras los contemplo desde una esquina.

Y todos lloraremos y nos regocijaremos. Y mis papás dejarán de pelearse, y se volverán a querer. Y Vero y Emma volverán a sentirse vivos y estarán a mi lado, y vamos a volver sobre los mismos caminos que miles de veces recorrimos a la escuela. Y comeremos los mismos platos, y lloraremos al final de las mismas películas. Nos quejaremos de lo mismo, y buscaremos el balón pinchado entre el monte. Me enseñaran de nuevo a tejer el amor fraternal y a amarrarme los zapatos…

Cuando ese día llegué estaré satisfecho con la vida. Hoy solo puedo recordar atrás mirando la levedad de nuestra existencia y cómo los caminos recorridos miserablemente nos llevan a este hoy, vacío y sin sustancia. Como un acto teatral de bajo costo que sus espectadores perdonan antes de que acabe.

Soy lo que ser un hermano menor significa, también lo que Hilda y Pino me han enseñado. Entre tanta lloradera, delirio e insensatez; soy también lo que imagino que Vero y Emma hubiesen querido que fuera. Y, aunque ahora parezca una cursilería, soy lo que soy por el sufrimiento de mi casa y de mi familia, por la carencia de vida adulta y por la urgencia de paciencia que hoy tengo incrustada en el pecho. Un cuchillo que se mete en mis entrañas, recorre y corta mis anhelos de futuro, rasga mis memorias felices y cercena mis esperanzas de algo mejor. -

 

XXIV

El día que murió Emmanuel Hernando pudo haber sido otro día insípido en la rutina de los Pino Campos. Fue una de esas tardes secas, carentes de emoción e interpelada por la rutina de la sinfónica de grillos y chicharras que atestaba la casa de Lina Isabel y las quejas de Hilda por haber olvidado comprar panela para el café. Emma, la luz de los ojos de Pinito, se había convertido en un ingeniero mecánico mientras vivía en la capital; producto del esfuerzo de los padres y una mente brillante que fue la envidia de jóvenes y viejos en su paso por la universidad. Se graduó bien joven y con honores. Fue por muchos años el alma de la fiesta, amante empedernido de las cachaquitas enamoradizas, buen amigo y animoso cuentero entre sus cercanos. Tras convertirse en ingeniero, invirtió parte de su tiempo trabajando como pasante y de allí fue de nuevo a parar en la casa de Honda.

Al llegar solo podía recordar las charadas, los regaños de su abuela y de Hilda, los pesares de Pino y las jugarretas de su hermano Porfirio. Ya con Porfirio estudiando periodismo, los días no fueron iguales para Emma, quien se encontraba en esa edad de descontrol presupuestal en donde las 3 p.m. es muy tarde y las 4 a.m. es muy temprano. Empezó a trabajar a regañadientes en la empresa que su tío Criseldo tenía, y que era soportada en parte de la fortuna de la familia Campos. Su pesar de supuesto estancamiento era contrarrestado por la construcción de una nueva casa cercana a la de sus padres. Desde luego, no vivió solo, ni un solo día. La soledad era algo inherente a Emma, pero no respondía estar o no con gente. Era soledad de sí, gritos internos por no poder ser a plenitud; por ser una máscara de desenfreno que ni sus buenas voluntades podían apacentar.

Entre idas y venidas, estuvo en el sindicato. Participó activamente en las manifestaciones gremiales y se convirtió en buen mozo y conocido cantante de karaoke nocturno. Su vida cambió, radicalmente, cuando se reencontró con su eterna novia: Amanda Caicedo. La chiquilla con la que merendaban y veían caricaturas, ahora era una mujer vigorosa, trabajadora y bien inspirada por las ideas gringas e inglesas sobre lo que una mujer debía ser en el futuro. Tuvieron dos hijos, Emmanuel Mateo y Carla Juliana. El niño igual a la mamá, la niña la estampa viviente de Emmanuel. Siempre fue una pareja apática. Se soportaban y se amaban, se comprendían y se juzgaban y, como todas las parejas, al final del día sabían que no sabrían que hacer sino estuvieran juntos.

Emma siempre fue dicharachero, cansón y jodido en sus cosas. No soportaba los comentarios de su padre y constantemente le perdía el respeto. Irónicamente, y como pasa hasta en las mejores familias, ese hijo, el más cansón y burlón, es el que más se parece al padre. Pino y Emma, Emma y Pino. Una fotocopia en escala de grises escupida por una impresora que tiene la tinta por acabarse. Un idilio permanente de vulgaridades y bromas pesadas que acababa con los dos amándose y queriéndose como solo un hijo mayor y su padre pueden hacerlo.

Santiago y Emma también fueron cercanos, y con la excusa del trabajo en la empresa y la posición económica que ambos fueron adquiriendo, se volvieron compinches, pegaditos como carne y uña. Se la pasaban en la casa del otro, y como Santiago siempre fue un soltero sediente de nuevos amores, muchas veces fue él quien se llevó a Emma a los bares, chuzos de mala reputación y, como no, esquinas donde terminaban sus faenas nocturnas entre música, ron y cigarrillos. Uno de esos días, de locura y bebida, fue el que acabó con la vida de Emmanuel.

El olor a canela se metió entre la colcha, la sabana, la almohada y los dedos de Pino y Chabela; quiénes horrorizados se despertaron de su cama y saltaron sobre sus cuerpos en reposo. Vigilaron cada esquina, acosaron telefónicamente a cada familiar y le llamaron 24 veces a Porfirio pensando que algo había pasado en sus melancólicas noches a punta de vino y películas extranjeras. Nada de eso. Todos bien, todo el mundo con sueño, pero con vida. Unos minutos después, recibieron la trágica llamada que inició con la voz de Santiago llorando y con la voz cortada: “Tía, tía Hilda… Emma se nos mató tía. Tía…”

Pino e Hilda, Hilda y Pino, otra vez mirándose las caras. Blanquecinos y nostálgicos. El silencio invadió la residencia alguna vez colmada del olor a canela que ya no parecía extraño, sino algo así como el humor de la casa. La pareja pasó 3 minutos de trance, imaginando que era un mal sueño y que todo se trataba de que las pitulinas del día anterior les habían caído mal. No emitieron palabra, ni veredicto, nada. Los teléfonos empezaron a sonar; mientras la puerta se caía a los golpes de Amanda y los niños.

Era real, Emmanuel había muerto en una curva. La noche de borrachera le cobró toda la osadía, y con apenas una veintena pasada de años cumplidos, decía adiós a la vida.

Un día como muchos murió Emmanuel. Un día como pocos volvió a oler a canela en la casa de los Campos. Los oleos, la cruz y los llantos de los padres; fueron solo superados por la incredulidad de sus dos hijos pequeños que, sin saberlo, se perdían la oportunidad de conocer a Emma. El grande, el fuerte, el inspirado.

 

Todos perdemos lo que más queremos y cuando eso pasa ganamos en soledad, paciencia y desencuentro. Quizás la vida se arrebata solo a quienes no tienen miedo de perderla.

 

XXV

 

  Tomado del diario de Hilda Isabel Campos

 

 

Honda, 2003.

 

Ayer fui melancolía, hoy soy desahucio y vergüenza. Vida sentenciada a los ojos inertes del vulgo. Pulso regulado por máquinas, pastillas y frases de cajón. Perdida, eso estoy. Un fantasma viviente sobre mi piel escamada y asfixiada por las miradas de mi familia. Derretida entre agujas y suero, sábanas blancas con mi propia mierda y flores marchitas que me trae el desconsuelo.

 

Hoy también soy tristeza, aunque alguna vez fui pasión y deseo. Una no se acostumbra a carecer de vida, y mientras me tomo a sorbos la muerte compadezco ante este tribunal meado por farsantes y médicos de medio pelo. Mierda color sangre y bocados de comida inolora, sinsabora e incolora. Ya no soy Hilda Isabel Campos Rodríguez, soy un espectro. Soy el rezago putrefacto que incidió en la muerte de mis hijos, en la locura de mi Pino, en la matanza de mi hermano y en el infortunio de mis padres.

 

Excreción maloliente de mi propio recuerdo. Me desvanezco mientras, tal vez y solo tal vez, espero a mi esposo para señalarlo de nuevo. Para recrudecerme y convertirme en verbo que señale, que busque en su defecto algo que también es mío. Mis nietos me miran con asombro y desagrado; aún no saben lo que soy… la mueca misma del desamparo, el dolor hecho pretérito, el olor a canela convertido en carne y lágrimas.

 

Odio a este país y a esta región, pero no tanto como me odio tanto por odiar. Odio a Pino y a Hilda por amarse, y a Porfirio por deprimirse, y a Emma y Vero por dejarme sola.

 

Odio por no saber que más hacer, y por nunca haberme decidido a algo diferente.

 

 

XXVI

 

-. El día en que decidí matarme, amanecí llorando.

La casa de los Campos había sido quemada por mis sobrinos y los chinitos callejeros que Lina recogía y cuidaba a falta de un hogar propio. Mis papás estaban transitoriamente en la casa de mamá Carmen, en Honda, mientras yo me debatía entre la vida y la muerte solo. A veces el pasado a uno le parece una mera pantomima, una farsa. Para mí solo ha sido exponerme recurrentemente a la muerte, a la pérdida y al dolor. Ya uno se acostumbra a que en la calle quieran robarlo, que cualquier acto de amabilidad sea tomado como ingenuidad o interés, y que las relaciones sean vacías, morbosas y puro oportunismo.

Llevo poco estudiando periodismo, y ya estaba de nuevo viviendo en Bogotá.

Tenía leves recuerdos de vernos en la terminal con un montón de maletas y de cajas. Recuerdo vívidamente cuando Hilda ahorró y nos llevó a conocer la costa. Ese paraíso acalorado, lleno de personas vistosas que se burlaban de nuestras costumbres. Todo lo contrario, a Bogotá, donde todos van apesadumbrados por su cansancio, friolentos y sin hacer contacto visual con el prójimo. Para mí vivir aquí ha sido otra experiencia de vida; sin embargo, vivir acá solo es clavarse una estaca en el pecho. Yo me enteré pelaito, viviendo en Manizales, que Emma tenía problemas con el alcohol. Pino e Hilda ya andaban mal de plata y la abuela Lina deshojaba la margarita con lo que el abuelo y el tío habían dejado. La riqueza se desmoronaba y lo que medio nos hacía seguir a flote era el trabajo de mamá con la empresa que manejaba Santiago. El güevón ese que se cree dios en la empresa que el papá construyó y que él se esfuerza por quebrar.

Yo me fui por mi lado. Apenas terminé el bachillerato les dije que me iba, y no volví. Ellos venían a visitarme, pero yo nunca volví. Estaba cansado de los Campos, de Pino, de ser un mensajero entre la gente, de que me vieran como un objeto. Uno de eterno infante si es una güeva. Me vine pa’ mi mierda.

Luego de lo de Emma y su muerte yo quedé muy mal. Ya no comía, ni salía, ni iba a las clases. Me visitaba Laura y nos quedábamos mirando el techo todo el día. No sentía nada, ni por ella ni por la vida. Cuando terminamos, me puse tan mal que Hilda y Pino vinieron a acompañarme un tiempo. Pino empezó a perderse y a mamá no le quedó más remedio que rendirse e irse de nuevo a Honda. Ese pueblo es un hueco, ese calor infernal, ese estatismo… Yo no podía volver.

El día que decidí matarme ya sabía que Hilda se iba a morir, ella me llamó con esa voz apática de siempre a contarme que ya no daba más. Lloré. También sabía que Pino, quien por muchos años fue mi héroe, ahora estaba limitado a emborracharse, cagarse y perder la memoria. Supe toda la historia de mis abuelos, de mis tíos y sus primos, de mis padres y mis hermanos. Lloré más, y lloré hasta que los huesos se me secaron.

El día que decidí matarme, me despedí de todos con una carta. Me envenené como una rata, y me corté las venas para no dejar duda de mi decisión. Obvio que extrañaré a Pino y a Hilda, pero ya todo está perdido.

El día que decidí matarme dejé de sentirme triste, y volví, como siempre soñé, a reunirme con Vero y Emma. Con Teodolindo, Zaturia, Carmen, Criseldo y con mis amigos asesinados en las protestas.

El día que decidí matarme, supe que no había vuelta atrás. Lloré de nuevo y me tranquilicé porque, a donde sea que fuera, no sentiría tanto dolor como el que sentí durante toda mi vida. Olió a Canela en Bogotá y fue por mí, y me sacrifiqué para acabar con mi vida, con la estirpe maldita de violencia y tristeza de mi generación. Ojalá que no vuelva a oler a canela jamás.

 

XXVII

 

“¿Hilda Isabel, eres tú? ¿Chabela, mi amor?”

-. No abuelo. Soy Carla, vine con mi mamá.

“¿Carla? ¿Carla, la nieta de Roberto?

-. Si Pinito, y también tu nieta. ¿Me recuerdas?

“De verdad que no. Hilda, no estés fastidiando y vente pa' acá. Tráete un tintico”.

-. Lo siento mucho abuelo. Quise venir a darte un abrazo y besarte por última vez. Quería decirte que me voy del país, hace meses estuve pensando en seguir los pasos del tío Porfirio. Ya sé que el periodismo no va a salvar el país… pero a mí me gusta. Quiero investigar y contar la historia de la familia y la de tu papá. Quería despedirme de ti, mi papá Pinito.

“Está bien, hija. Ve de la mano de Dios y la virgen. Antes pasa a visitar a tus abuelos, tíos y ancestros que están en Honda. También despídete de la casa de los Campos. Despídete por ambos, y mándale un beso a tu abuelita Hilda y a mi mamita Carmen”.

-. Lo haré Pinito, gracias por quererme siempre.

 

El silencio invadió la recamara, y Pino no recordaba dónde estaba. Era mejor, su muerte se acercaba gradualmente mientras su memoria se desvanecía entre la pérdida, el dolor y el perdón. En medio de toneladas y toneladas de recuerdos que inundaron el cuarto de Hernando Pino Vallejo, Carla y Amanda dejaron la habitación. Se fueron para no volver jamás, y aunque el olor a canela consumió el geriátrico, no les importó.

Como un acto de amor y agradecimiento, Pino se asomó por la ventana, mientras veía alejarse lentamente a Carla y a Amanda, mientras Mateo los esperaba en el carro rojo que había comprado. Consumido por el olvido comprendió varias cosas, entendió esa soledad a la que se había acostumbrado desde niño, abrazo de nuevo el mote de ‘Cabrito’, y se sintió orgulloso de su madre, de su esposa y de sus hijos. Ahora todos muertos y con él sumergiéndose lentamente en la demencia, dedicó el ultimo resquicio de su memoria para recordar los mejores momentos. Recordó su paso por la Caja Agraria y sus estampitas. Recordó los días luego de su boda y cuando nació Vero, los primeros pasos de Emmanuel y la primera palabra de Porfirio. Recordó llevarle comida a su mamá Carmen y alzar en los hombros a sus nietos.

Recordó, por primera y última vez, que la vida no se trata de apagar o prender la llama, sino de consumirse en el fuego y luego extinguirse. Prometió ante los ojos de su espejo, recordar, aunque fuera entre lagunas, la vida y muerte de su familia, el fuego de la casa de los Campos y, como no, que el olor a canela permanecerá en el Tolima, en el centro y en todo el país mientras no encontrasen otra forma de vida.

Pino olvidó todo, menos llorar. Y como si fuera el mejor o peor castigo de su corta vida, falleció sin recordar nada y sin remordimientos. El día de su muerte no olía a Canela, olía a café.

El campo lo despidió como despidió a todos los grandes nombres de mi familia; entre olores, tristeza e, inevitablemente, gratitud.

 

FIN



Agradezco la lectura y los comentarios de familiares y amigos. Esta historia narra parte de mi vida y tiene mucho de ficción. El olor a canela permanece en nuestro país, aun cuando de buenas intenciones nos valgamos. Es tiempo de actuar y vivir en paz.


Atentamente, Eduar Alberto Vargas González

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