El debate que nunca pasó

El debate que nunca pasó



"Que se callen hijueputas, que voy a ser presidente”, fueron las palabras del ingeniero cuando le preguntaron el porqué de su ausencia en debates. Gustavo, ya afligido, mencionaba a la cámara de CM&: “Es que mi programa piensa en la niñez, en el adulto mayor y en el medio ambiente”. No era suficiente, pensó. Nunca fue suficiente un programa de gobierno con propuestas consolidadas ante el peso de un pasado racista, anti indígena, xenófobo y clasista. Rodolfo era eso. Era muchas otras cosas como Vitalogic, como el golpe a Jhon J. Claro, como las promesas incumplidas y como las viviendas que nunca entregó. El ex alcalde, el outsider, esa figura casi mítica de la grosería y la patanería. Ese iba a ser el futuro presidente.

Gustavo nunca se rindió. Sabía que tenía un deber con su país. Ese país que creyó en la paz con el eme, ese país que asistió a sus debates sobre paramilitarismo, ese país que soñaron Pizarro, Wolf y él. Ese país que capaz nunca ha existido. Lo primero que pensó al ver al ingeniero fue: “Necesito confrontarle”, Gustavo sabía que con un poco de verdades y con una peineta afilada se le caía la maqueta al ingeniero. Nunca sucedió. El debate nunca pasó.

Pocos días antes de la elección, el ingeniero se propuso ‘refrescar’ la política colombiana. Su plan era simple: parecer un retrograda que no tenía intereses corruptos. Le salió la jugadita… o al menos eso creía. Su inasistencia desnudó su falta de argumentos, su poco conocimiento del país y su peluquín norteamericano. “Es que las mujeres deberían dedicarse solo a la crianza”, respondió un día. A la semana siguiente, y casi golpeando a una periodista, mencionó: “Es que los feminicidios no existen... no inventen, hijueputas”. La chequera era esencial para el ingeniero, quien veía al país como una empresa a la que iba a dirigir como un patriarca piedecuestano. Ya no importaba la separación de poderes, los ministerios ni las cortes. Ya no importaba el proyecto de nación ni la paz, solo imperaba el odio a lo diferente y la fobia a la izquierda.

Gustavo siguió adhiriendo gente: colectivos animalistas, de lideres ambientales, de lideresas feministas y de lideres por los derechos humanos. No era suficiente. Nunca lo fue, y más sabiendo que al proyecto del ingeniero se le unían los de siempre. Se juntaron las maquinarias y aparentemente el proyecto continuista iba por buen camino. “Yo hago pactos, pero con la gente”, dijo el ingeniero. El mismo que veía a los hombrecitos como vacas lecheras. El mismo que abofeteó la salud política de un país. El mismo que quería gobernar con los mismos y las mismas. Desde lo más profundo de su corazón el ingeniero lo sabía: él era el modelo que muchos "hombrecitos" y "mujercitas" tienen en Colombia. El héroe que golpea e insulta. El héroe que manda pa’ la cocina a su mujer. El héroe que quería vender loteada la universidad pública.

Ya nada sorprendía. Ni Francia, ni Gustavo, ni los verdes, ni el pacto. Nada era suficiente contra lo que éramos. Contra lo que somos. Colombia se perdió una oportunidad de cambio, otra vez. Creyeron que la “cachetada invisible” iba a mover la economía. Creyeron que perseguir al estudiante, al obrero y al sindicalista era la seguridad. Creyeron que el país se volvería transparente en manos de un corrupto.

Gustavo sospechó un día que eso iba a pasar. Siempre soñó. Y soñó Francia a su lado. Lamentablemente, sus sueños se quedaron esperando... pues hacían parte de un debate que nunca pasó.


Eduar Alberto Vargas González

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