Una cuestión de honor

 

Una cuestión de honor

Eduar Alberto Vargas González



El vagabundo reloj patrio dictaba las doce del mediodía. Zapateiro, quien ya muchas veces había metido la pata, sabía que la hora era perfecta: su hora de la verdad había llegado. La hora de una huida varias veces anunciada. Parecía una premonición. Su suerte estaba echada. Esperó hasta el 28, día en el que la Comisión presentaría su informe final. Él, como su presidente, negaba profundamente el conflicto. De hecho, fervoroso por ver gente en filas y rabioso por masacrar al enemigo, Zapateiro solía gritar: ¡AJÚA! grito de guerra del tan polémico comandante. Nunca imaginó, sin embargo, que su hora de la verdad era a la vez la cantata premonitoria de su ignominioso olvido.

Antes de presentar su renuncia, la cual solo se haría oficial el 20 de julio, Zapateiro, quizás, echó mano al baúl de sus recuerdos. Ese baúl pesado y manchado por la guerra. Esos recuerdos de falsos positivos, de bombardeos y de abusos. Le llegó a la mente, de repente, la primera vez que encintó un arma. No tardó, también, en recordar la primera vez que vio la muerte. Se vio en el espejo roto, en sus ojos demacrados encontró el dolor de la venganza y en las tan repetidas condecoraciones militares encontró excusas para su vergonzoso placer. El placer de la muerte, siempre precedido de una ¡AJÚA!, un grito que lo hacía recordar las largas noches de soledad en la selva, la macabra mirada de la violencia a los ojos, la indescriptible soledad del muerto en el campo de batalla. Esa batalla mil veces librada por Zapateiro, esa batalla donde él era comandante, victimario, víctima y, sobre todo, sobreviviente.

“El bombardeo es una capacidad estratégica, Vicky”, mencionó un día para la Revista Semana. Zapateiro, colérico y con un tono rojizo ladrillo en su rostro, no solo excusaba los bombardeos realizados en Caquetá a finales del año 2019; a su vez amparaba toda una doctrina de inhumanidad, de deshonra y de barbarie. No era suficiente la mera existencia de ocho menores en el campamento. Para Zapateiro solo eran bajas. Un número por el que luego ganaría un aumento, quizás; o una cifra por la que merecería otra medallita en su uniforme verde oliva. “Todo el que esté uniformado, enfusilado y en prácticas lejanas a la Ley y de la Constitución es considerado combatiente”, aseguro torpemente Zapateiro. El mismo que renunciaba el 28 de junio, el mismo que gritaba ¡AJÚA! después de ver la muerte en sus botas. El mismo a quien se le señalaba por la desaparición forzada de Jaime Enrique Quintero Cano. El mismo relacionado con la ejecución extrajudicial del joven de 24 años Jorge Eliecer Hernández, en 2014.

Zapateiro, quien tampoco conocía los límites de su cargo, optó por intervenir en política. Por ignorancia, tal vez, o por simple desidia. “A ningún general he visto en televisión recibiendo dinero mal habido. Los colombianos lo han visto a usted recibir dinero en bolsa de basura”, mencionó el comandante. Un tuit, como muchos, desafortunado, imprudente y violento. Un tuit contra el para entonces candidato, ese mismo que tendría que acompañar y caminar a su lado el 20 de julio. Ese mismo ex alcalde, ex senador, economista y ex guerrillero al que ahora debía rendirle honores. Antes de emprender la batalla contra el olvido al que se enfrentará, Zapateiro presentó su renuncia. Gritó un ¡AJÚA! y se despidió. Se despidió de su cargo y de la esfera pública, llevando en el baúl de los recuerdos no solo un montón de malas decisiones, de tuits desafortunados y de estrellitas por bajas. Se fue con la muerte en sus ojos y con él se llevó el desaforado grito de la guerra. Todo, para Zapateiro, era una cuestión de honor.

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