Sancocho electoral
Los ánimos se exaltaron de un momento a otro. La muchedumbre alentaba más fuerte a los títeres que a los mentirosos, y parece ser que la voz al unísono coreando el nombre del cerdo generaba más estruendo que el sonido de los disparos y la pólvora del barrio contiguo. Mientras la mayoría de las familias de Villa Polombia pasaban hambre en medio del bullicio, nuestros agraciados comediantes de la política se reunían para venerar sus sublimes candidaturas.
Todo se dio en casa de Gustavo, siempre tan analítico y calculador, y frente a la de su amigo Bolívar, quien no dejaba de festejar ser la cabeza del Pacto hacía el Senado y sus logros en la primera línea. Muchos querían tamales, buñuelos, natilla, galletas y otros; sin embargo, era año de elecciones, por lo que terminaron cocinando cerdo a la parrilla. Las familias verdes no estuvieron de acuerdo con aquella proposición culinaria, pues preferían delfín en salsa. Claudia y María Angelica dominaban la manzana circundante casi como su distrito privado, mientras Quique exponía la necesidad de talar los árboles del conjunto por completo. Luego, a medianoche, aparecía Sergio: siempre tarde y con sueño, añorando un poco de sopa sin sal medio tibia. ¿Quién pudiera comerse un plato tan desabrido y mezquino? A veces prefería ni siquiera tomarla, y pasando la noche con un voto en blanco entre cejas, se dormían los verdes esperando un cambio sin cambio y soñando con Hidro Ituango.
¡Pero cuidado, en este barrio no se puede dormir! Al menos no cuando están los del Centro cerca. Don Barguil tenía la rara costumbre de llegar tarde a todo lado o simplemente no ir. Su especialidad era el “divide y reinarás” y el confundir a su entorno hasta el punto de no saber cuál era la derecha ni la izquierda. Muy parecido a su comadre, doña Cabal, quién aún careciendo de educación real tildaba de vagos a los niñitos del frente. Tantas tierras tenían, pero tan carentes de empatía. ¡Por amor de Dios! ¿Cómo olvidar a doña Paloma? Ese ser tan blanco y puro como las amapolas, quien sólo de vez en cuando olvidaba su papel y se convertía en lo que su abuelo siempre quiso ser. Pero, sin lugar a duda, era el capataz del rancho quien más respeto imponía: don Álvaro, el grande, el magnífico, el innombrable. Su fortuna era la falta de memoria de muchos y su peor enemigo era su propia conciencia. A veces, don Álvaro se quedaba pensando en 6402 razones para sentirse culpable, pero al mirar el cielo y buscar a Orión sólo encontraba la soledad de su desdicha.
Un poco más a la izquierda, y en una esquinita donde nadie la visitaba, habitaba doña Francia. Era tan elocuente y capaz, pero el ruido de don Gustavo y su amigo le quitaban luz a su casa. Su vivienda era amigable y coherente, su discurso sólido y rojizo y su ideal era el de muchos olvidados. Quizás lo único bueno -o malo- de su vivienda es que nunca tuvo techo. Sin embargo, a veces se le metía un colega a la cocina, un tal Roy que habitaba cambiando de colores y de vecinas. Se retiró de la contienda por su temor al éxito y por su inexorable pero estática manía de cambiar. Don Gustavo no estaba muy feliz con la decisión de este, pero decidió no ponerle Barreras.
Un buen día Sergio decidió invitar a Alejandro a una comida. Alejandro, que sintió la tibieza del asiento decidió ir a la parrillada de enseguida, en donde se encontraban Gustavo, Francia y Bolívar. Al verse tan solos, el exministro decidió invitar a algunos amigos de la derecha: don Fico, siempre con su peinado folclórico y su coherencia selectiva; Echeverry a quien nadie invitó, pero llegó, y a Quique, quien siempre salía con comentarios inentendibles y al cual sus amigos tildaban de marihuanero. Gustavo propuso los aguacates, Sergio las ballenas, Don Álvaro sacó su sierra y comenzó a cortar la madera pal’ asado, mientras Alejandro, Roy y Francia se divertían hablando sobre política extranjera. Los ánimos crecían como el precio del dólar.
Era hora de la cena, y aún Sanclemente no terminaba de cocinar en su finca. Jennifer llegó tarde y con las excusas de siempre, casi plagiadas. El bachiller Macías había intentado entrar, pero su falta de lectura le impidió saber cuál era la puerta del vecindario. Luego, otros invitados casi invisibles llegaron, esos que se hacen elegir en Cámara y Senado y sólo calientan la silla.
Era hora del cerdo a la parrilla.
Para variar, y al mejor estilo de los banquetes griegos, el festín comenzó con la oración propia de un país laico. Don Álvaro les pidió a sus hijitos que se agarraran de las manos, algunos siguieron su consejo mientras otros se declararon en rebeldía. Don Álvaro proseguía el catecismo, y tomándole el brazo izquierdo a Don Gustavo se sellaba una bella unión nacional: la de la oposición. Los verdes no estuvieron tan de acuerdo pero oraron, pues, al fin y al cabo, siempre fueron un poco más de lo mismo. En el nombre del padre, del hijo y de Agro Ingreso Seguro... ¡Amén! Comenzaba la caza.
El cerdo engordó durante cuatro años. Pasó por fuego, paros y enfermedades. Pobrecillo. ¿Acaso nadie comprende lo difícil que es para un cerdo crecer en una granja rebelde? Para acompañarlo, decidieron exprimir unas naranjas y lo atizaron con un poco de Van Halen a fuego lento. El cerdo apestaba. Era hora de servirlo y buscar una nueva presa. Don Gustavo le pidió a su nuevo aliado, Don Pérez, que le pasara el cuchillo jamonero, Don Álvaro buscó la sierra y sus botas, mientras Sergio se quedó dormido, vomitando su lentitud y dejando la almohada tibia. Aún entre lágrimas de cocodrilo, Don Álvaro se dispuso a masacrar a su hijito. Como siempre hizo, sin arrepentimiento y con la certeza de tener otros cerdos en engorde para futuras festividades.
Todo estaba listo para comenzar el festín... pero, algo habían olvidado. ¡Claro, a Zuluaga! ¡El año viejo! Después de rellenarlo de discursos repetidos y promesas utópicas se le puso unos Converse rojos. El muñeco olía a quemado desde 2014 pero lleno de pólvora (y ropa) solo podía oler a continuismo.
El cerdo, el muñeco, Don Álvaro, Don Gustavo y Doña Francia se miraron, y solo se sintió un aura de paz y verde oxígeno… Al fin estaban juntos, al fin se podían encontrar. Pronto los ánimos se acabaron y comenzaron las peleas en torno a quien polarizaba más. Todos eran iguales, todos querían pinchar al cerdo. Mientras tanto, una sociedad con hambre y sin educación se debatía entre ellos, sin saber que pronto sería lo mismo: sancochos de leña con candidatos de siempre, promesas incumplidas y un niño dios que nunca visita los barrios más pobres.
Mientras tanto, en el barrio de la paz, se encontraba Juanma con su amigo Timo. Tomaban cerveza y se reían por cinco años de acuerdo -o desacuerdo-. Los disidentes en la selva, los desamparados en las calles y los políticos en campaña. ¿Qué nos espera en la vida? Más tamales, tejas y peleas, y como siempre fue y será, una disputa política que llena nuestro país de muertos y mentiras.
Por los siglos de los siglos.
Amén.
Eduar Alberto Vargas González
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