Un camino de retorno

UN CAMINO DE RETORNO

¿Qué forma debe tener el intelectual en Colombia?

Nos basta con una mirada panorámica a nuestro entorno para comprender que el hombre contemporáneo no sabe dónde está, a dónde va y qué puede hacer sobre el presente, que debe desarrollar como historia, y el futuro, que se alza como responsabilidad. Lo anterior, contrario a la opinión de diversos autores, es el síntoma de una crisis producto, ya no del final de la Edad Moderna, sino precisamente de su momento más álgido y la culminación de su proyecto, donde hombre y dominio constituyen dos partes inherentes del mismo concepto. Si bien esta crisis es amplia y abarca grandes regiones, es en esencia una crisis de sentido, el cual, para el mundo construido por los valores de la Ilustración y el positivismo, simplemente sobra. Por tanto, no se parte del fin de la Edad moderna, sino de su perpetuidad, un presente continuo que muchos han relacionado con el fin de la historia (entendiéndola en su dialéctica).  

La crisis anteriormente descrita, perjudica, como no podría ser de otra forma, al mundo de las ideas y aquellos quienes con ellas trabajan, cambiando el marco de referencia bajo el cual se les puede reconocer. La segunda mitad del s. XX estuvo acompañada de la crisis de los modelos intelectuales en todo el mundo, incluyendo a Colombia. Un intelectual se puede definir como “aquél que vive para las ideas”. Intelectual no es aquél que reproduce las ideas, sino el que las crea. Su mundo de acción es lo simbólico, por lo cual se halla estrechamente relacionado con campos como las artes, las humanidades y las ciencias sociales. Estos intelectuales deben ser estudiados desde su espacio de producción, es decir, qué producen, bajo qué influencias y hacia quién va dirigido su trabajo. El campo intelectual moderno de Colombia se conformó gracias a dos circunstancias codependientes: una ampliación tanto de la oferta universitaria, como de la burocracia estatal, creando dependencias con requerimientos de expertos en temáticas sociales. La primera conllevó un aumento no sólo de estudiantes, sino también de profesores especializados, de publicaciones científicas, de institutos investigativos etc. La segunda, por su parte, fue de la mano con los intereses del Estado moderno de dirigir la economía y la sociedad en función de un modelo de desarrollo. Ambos factores fueron promotores del proyecto democrático que facilitaba el movimiento social entre las clases medias y bajas, creando a la par un nuevo público lector. En suma, este nuevo público, junto con la institucionalización educativa y universitaria generó el ocaso del intelectual de la primera mitad del s. XX, caracterizado por su entrega a la bohemia, su propensión a públicos más amplios, la primacía de la palabra hablada sobre la escrita y su aparición en espacios de mayor concurrencia. 

Las nuevas demandas intelectuales, que terminaron amalgamándose a las demandas burocráticas, llevaron al intelectual a una honda crisis de la cual aún no saca cara. El programa de burocratización y racionalización de los procesos intelectuales no implican un alto nivel de inteligencia individual, por el contrario, ésta parece disminuir. Así, hay una manifiesta crisis en las ciencias sociales y demás actividades intelectuales debido a su uso burocrático. Están atrapadas por el poder autoritario, lo cual les impide una elección libre de sus problemas. Producto del afán modernizador estatal, las investigaciones sociales han aumentado de forma proporcional a su empleo de formas ideológicas por los entes de poder. Luego, estas áreas del espíritu y el conocimiento, de la libre creación, han perdido su impulso reformador. 

La crisis de la cual se ha venido hablando, plantea un cambio de situaciones: de lo académico a lo burocrático, de movimientos reformadores a legitimar la autoridad, de los problemas elegidos de forma autónoma a los elegidos por los nuevos clientes; en síntesis, los eruditos se hacen menos intelectuales y más administradores. El espíritu o, mejor, el ethos de la intelectualidad a día de hoy es el ethos burocrático. Lo anterior supone una sumisión absoluta ante los procesos y técnicas de la sociedad postindustrial. Las actividades intelectuales empiezan a estandarizar y racionalizar las fases de su investigación, sistematizan y colectivizan los estudios del hombre, sirven a fines clientelares y ayudan a mejorar la eficiencia y la reputación. 

¿En qué nos hemos convertido?

Este nuevo rol burocrático se caracteriza por la patente especialización del pensamiento y, por ende, de toda tarea que provenga de él, así como de una censura a la imaginación teórica: El pensamiento, inevitablemente, se convierte en mercancía y se instrumentaliza. El mundo contemporáneo, envuelto en las lógicas de mercado, opone muchas resistencias al pensamiento, es posible adquirir una vasta erudición sin que el pensamiento intervenga, es más, es una defensa contra él, una manera de neutralizarlo. El pensamiento es corrosivo, no se limita a un tema particular. El conocimiento, por el contrario, delimita su territorio. “Una educación que transmite el saber y refuerza las resistencias al pensamiento produce un logro nefasto: el científico que hace aportes y que por fuera de su especialidad es la oveja más mansa del rebaño”. El freno al pensamiento hace parte de las formas y los objetivos del mercado totalitario que determina los gustos, las demandas y todas las costumbres.  

Actualmente pululan más licenciados en literatura que literatos mismos, hay muchos más “críticos” de arte que artistas, hay muchos filósofos pero son pocos los que aún filosofan: toda actividad intelectual se hace susceptible de ser desmembrada, cosificada y estudiada en su plano óntico. Entra ahí el problema de la especialización. Dichas ciencias, para progresar, han requerido que los hombres que las practican se especialicen. De esta forma, el hombre de ciencia se recluye en un campo de ocupación intelectual cada vez más pequeño, en el cual, aislado, pierde todo tipo de contacto con las otras regiones del conocer, se aleja de una interpretación integral del universo (Diría Ricoeur que un Leibniz moderno).  Dicho personaje sólo conoce una ciencia determinada y de ella una pequeña parte. El especialista no encarna ni la figura del sabio ni la del ignorante, es una suma de las dos; sin embargo, ostenta un comportamiento pedante. En política, en arte o en cualquier disciplina ajena, el hombre especializado tomará posiciones de ignorante, con la suficiente energía de quien en verdad es especialista de dichas temáticas: es sumamente hermético y se encuentra feliz en sus limitaciones. Formular y resolver todos los problemas importantes de nuestra época requiere la selección de materiales conceptos y métodos de varias disciplinas. La especialización debe hacerse según problemas y no según fronteras académicas. 

Entonces, frente a la situación descrita ¿Podemos actuar? Puedo actuar. 

Al respecto, hay diversas posiciones que, se ha propuesto, deberían tomar los intelectuales frente a la crisis ya presentada. Por ejemplo, Danilo Cruz Vélez, reconoce al filósofo (intelectual innato) en una labor de legislador, como  aquél que da la ley que determina el ser y el valor de todas las cosas, es decir, el dónde y el para qué del camino que recorre el hombre. Sus ideas se apoyan en el hecho de que, para él, cada época de la historia de la cultura tiene un mundo (concepto heideggeriano) y desaparece cuando la legitimidad de ese mundo se rompe. Sólo un “gran” pensador puede crear un mundo destruyendo el anterior. Los otros hombres quedan en situación de plena coacción limitándose, basados en sus posibilidades, a actualizar el mundo que el filósofo crea. La postura anterior, no es introducida acá de forma aleatoria, sirve como ejemplo ilustrativo al respecto de la forma en la que la intelectualidad (artes, ciencias sociales, filosofía) contiene el tema del Rey-Filósofo, entronizando así la razón de dicho hombre. 

Son muchas críticas las que se pueden hacer a esta postura del déspota ilustrado. Los filósofos no inventan algo de forma autónoma por sus ocurrencias, sino que su pensar es producto de las necesidades históricas. No es el filósofo, en su individualidad, el que alza un mundo, es lo humano en su historicidad el que lo levanta. Así mismo, hay quien puede realizar una crítica ante aquellos filósofos que con su pretensión de verdad creen que son los genios inspiradores, representándose siempre como el último paso de la existencia. La función servil y coactiva que esta posición le da al resto de hombres que no son el “Gran creador” es preocupante vista bien sea desde el concepto de voluntad, desde paradigmas democráticos que imperan hoy en día, o desde la postura de otro intelectual que tenga un genio creador igualmente grande pero que sea contrario al del Rey-filósofo.  El segundo papel o posibilidad de agencia del intelectual es convertirse en el consejero del Rey, es decir, entrar dentro de su corte y hacer parte del gran entramado burocrático funcionalmente racional, perdiendo de esta forma su autonomía moral y su racionalidad independiente, lo cual se ha desarrollado a lo largo de este trabajo. Un tercer modo en el cual se puede intentar reaccionar ante las circunstancias dadas desde la posición del intelectual es uno que supone mayor libertad y, por tanto mayor dificultad: un retorno. 

Conclusión: Un camino de retorno

Todos los hombres poseemos voluntad, por tanto somos libres para hacer la historia (aunque no en circunstancias elegidas por nosotros mismos). No obstante, hay unos que son más libres que otros, lo cual se basa en su posibilidad de acceder a los medios mediante los cuales se toman las distintas decisiones de poder. Si los hombres no hacen historia, suelen considerarse “utensilios” de quienes sí la hacen. El tercer modo de actuar consiste en permanecer de forma independiente (lo que no implica permanecer solo) en el mundo intelectual. Supone elegir por uno mismo sus propios, problemas y la forma más adecuada de encauzarlos a buenas aguas, dedicándolos tanto aquellos que deseen creerse reyes, como aquellos que conforman los públicos (una obra para todos y  para nadie).

Como ya se expuso, el devenir histórico impone unas problemáticas de carácter filosófico donde se realza una muy notable crisis de lo humano. Los triunfos agigantados del programa ilustrado de “liberar al mundo de mitos, dando el poder total del mismo a los hombres” han conllevado la pérdida de la relación mística con el mundo y el alejamiento del hombre de su ser. La crisis de lo humano es a su vez una crisis de sentido: poco a poco (o quizá de forma acelerada) el mundo queda relegado a una explicación positiva, siendo desmembrado para el análisis ya implícito. El hombre, su pensar, su modo de ser con aquello que está en el mundo se enfrenta a un exceso de positividad que, al eliminar las connotaciones espirituales, ha dejado un espacio vacío de significado que no es substituido, sino que es llenado por el dominio y la coacción. 

Una manifestación de esta crisis es perceptible en la labor del intelectual, el cual, si no hace de su quehacer una oda al número, se ve relegado a la charlatanería en lista de depuración por el tribunal del verdadero saber. El aburrimiento, propio de la mutilación de los medios para relacionarse con su mundo, es superado gracias a los distintos instrumentos lúdicos modernos, cuya meta se divisa en la cima de la homogeneización y la masificación, las relaciones vacías y cósicas (como culto a un hedonismo sin contenido) y las nuevas estrategias globalizadas de consumo. Ante este panorama el intelectual debe llevar a cabo dos tareas de suma importancia que no se contraponen ni de forma temporal, ni de forma espacial. Ambas implican un viaje, un camino lento y doloroso que parte del rechazo de la máscara y que culmina con el rechazo ejercido por el otro: Ningún camino conduce a la felicidad (el que la desee que se dedique a la satisfacción de los placeres impuestos y del culto al cuerpo). 

El primero de los caminos se llama Anábasis: El regreso, el volver lentamente hacia lo interno. No debe partir de la premisa de forzar al ser a hablar: Quien busque respuestas desmoronando un puñado de arena verá que ella sólo se burlará de él cayendo en partes idénticas a sí: “Nadie aprende más de lo que puede aprender”. La Anábasis es un viaje al encuentro con el espíritu, al saludo lejano pero inmanente con la unidad fragmentada. “En última instancia nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe”. En cualquier orden que se desee y del éxito o fracaso de este encuentro surge un segundo viaje: Katábasis, un encuentro que parte a las zonas fronterizas, que ya no pueden catalogarse de exterior. Es un viaje negativo, siempre tiende al otro, siempre parte de los encuentros con él. En suma, pueden representar, en este sin sentido, la justificación tan añorada de la existencia. Ninguno de los dos es un medio para el otro o para un logro mayor: ambos son fines en sí mismos. No hay que temer el que la muerte llegue en medio de cualquiera: es justo morir a tiempo. Ambos viajes emanan un aire de rebelión ante una muerte a destiempo, producto de una vida frágil, mera necesidad impuesta de un consumo desenfrenado. Estos viajes son encuentros que no se miden ni en años, ni en kilómetros, no se pueden digerir. La muerte, que llama a la puerta en la mitad de ellos, es un encuentro, no un desencuentro.

La humanidad ha dejado poderosos legados que atentan o engrandecen el espíritu: el camino a mi interior siempre será un viaje al interior del hombre. 


Juan Sebastián Vargas Ramírez

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