Muriendo


Muriendo


Lorenzo viste tenis con traje y corbata, un sombrero acompaña su atuendo, siempre me llamaron la atención sus sombreros, eran tan elegantes, de un solo color, pero con una cita que los distinguía o una forma particular que se adaptaba perfectamente a la forma de su cabeza tan delgada y magníficamente perfilada. Así como sus sombreros, es su personalidad, elegante, sofisticada y siempre llamativa en contraste con sus zapatos informales y descuidados. Orgulloso de la vida que llevó y de sus sombreros, me advirtió que, si bien sus ropas podían ser un lujo, sus zapatos debían garantizarle solo una cosa, el caminar largas distancias, era su única función como artículo, pero también daban cuenta de la vida que llevó. Es un caminante, un hombre práctico que supo ser enfermero cuando se requirió, al igual que fumigador, costurero, agricultor y el hombre letrado que no volvió a la escuela después de cumplir nueve años, no era una apariencia, Lorenzo supo ser todo lo quería ser sin ninguna instrucción, tan único como sus noches en épocas de turbación.

Lorenzo inició su lucha contra el cáncer de estómago a sus 70 años, junto con su diagnóstico vinieron los desagradables consuelos de sus amigos “está bien, 70 años bien vividos es suficiente, deja de gastar en sombreros y come bien mientras es hora de irse a descansar”. Lorenzo nunca lamentó su diagnóstico y supo que 70 años era una larga vida, pero le enfurecía que le dijeran en qué gastar su pensión, se preguntaba: ¿cómo podría existir una mejor inversión que mi colección de sombreros?, precisamente, fue este bellísimo gusto el que le hizo comer mal por años y no invertir en zapatos. Los días de su vejez fueron ocupados en largas caminatas y las noches se transformaron en una interminable lucha por sobrevivir.

La primera noche tras su diagnóstico es abrumante, al caminar por la ciudad, observa a bestias uniformadas disparar a las casas de sus amigos que se defienden tenazmente, sus armas portan cada una el cuerpo de un niño sin vida como estandarte, es una imagen absurda que le enloquece y le hace querer gritar, llorar y enfrentarlos, pero de su boca no salen palabras, quiere quitar la vista de esa imagen desgarradora, pero es todo lo que ve, el caos es la única realidad y su impotencia le hace inútil; Lorenzo no sabe lo que es sentirse inútil pero, mientras cuestiona sus movimientos, todo pasa tan rápido dejando solo una marca imborrable en su memoria.

El día trae consigo la imagen recurrente de lo vivido, no puede comer, solo quiere escapar de esa cruda imagen al caminar, es la primera vez que se le ve por las calles sin un sombrero, este día ha perdido su identidad. La noche está de vuelta y Lorenzo sabe que será un reto difícil, esta noche decide estar en casa, quiere abrazar a su amada Lucía mientras duerme y empezar a olvidar esa terrible noche anterior pero su sueño es interrumpido por un fuerte golpe que proviene del patio, quiere investigar, pero, en cuanto se levanta de su cama, se encuentra con una monstruosa mujer dentro de la habitación, es siniestra, su cuerpo cubierto en barro, su mirada enfurecida y su boca desfigurada en una mueca furiosa. Lorenzo no puede hablar, no puede decirle que se marche y, aunque lo hiciera, esta figura temible no se va a ir sola, se abalanza sobre Lucía tomándola por las piernas, encontrándose desorientada pide ayuda entonces Lorenzo la abraza siendo arrastrado junto con ella por el suelo de la habitación. El sentimiento de angustia es insuperable, toda su fuerza es puesta en retener a Lucía, pero aquella bestia posee una fuerza descomunal, una furia imparable que extiende su lucha por minutos interminables; el llanto, los gritos y la desesperación se apoderan de esta noche y la lucha termina con la mañana. Entonces, Lorenzo puede llorar, abrazar y besar a su amada, arrastrado hasta el patio, esta noche pudo sobrevivir.

El día es acompañado del cansancio físico y emocional pero también trajo la calma, esta vez Lorenzo decidió descansar todo el día en su cama, algo que no hacía desde su juventud, siempre le pareció un desperdicio dejar pasar un día sin desgastar sus zapatos y no usar sus sombreros, pero este Lorenzo era completamente diferente. Recordó que había llevado una vida de vencedor y decidió que esa noche vencería a la muerte. Llegada la noche, sale a caminar para enfrentar el miedo a la cara, se encontró ansioso, excitado por devorar esta noche, pero, después de tanto caminar lejos de casa, se encontró con la ausencia de un rostro desafiante esta noche, no hay guerra, no hay muerte aún.

La soledad da lugar a un crujido, ¿o, es un zumbido?, en realidad, es una avalancha que no puede ser vista aún, es la cara de la muerte que se muestra en la forma de cientos de insectos que se arrastran, caminan y vuelan bajo apoderándose del espacio. Lorenzo no lo puede creer, sabe que este es el enfrentamiento que buscó, pero no lo puede enfrentar, no se preparó para esto, como no pudo prepararse para recibir su diagnóstico y, aunque quiere huir, no puede hacerlo, su cuerpo no da un solo movimiento mientras cientos de pequeños insectos escalan desde sus piernas, a donde mire hay cientos de ellos, se han apoderado de lo que hay a la vista y ahora de sí mismo, se rinde ante la desesperación, quiere abrazar su muerte, desea estar en presencia de su final.

Con la luz del sol, el recuerdo de lo vivido es perturbador, pero, aún más, lo es la realidad del ocaso de su vida al que hoy sabe que no hay manera de enfrentar. Se encuentra de rodillas ante su realidad, pero, siempre digno, elegante y listo para caminar, sale de casa vistiendo un distinguido sombrero cada día hasta que la muerte sea quien decida cuándo será su final.


Jenny Lizcano




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